Acostumbrado como está uno a que lo obliguen a vivir entre los parches de un día para otro, a que todo cristo se vuelque en lo provisional y luego salga el sol por Antequera, a la subvención oficial de rentabilidad inmediata, a la cultura diseñada por el cuñado del alcalde, al político a quien lo que le importa es la puta foto de prensa o el telediario del día siguiente, a los golfos, a los sinvergüenzas, a los meapilas de sacristía, a los fanáticos, a los analfabetos con escaño y coche oficial, a la estúpida arrogancia de los que mandan y al rencor cainita, demoledor, de los que están dispuestos a dejarse sacar un ojo si al adversario le arrancan dos, o sea, acostumbrado a España, resumido todo en una breve y triste palabra, uno se dice a veces: anda y que nos den por saco. Que abran este puñetero melón con sabor a pepino, que se nos indigeste el café colectivo, que tensen la cuerda y la partan, que sacudan el árbol y que nos vayamos, de una vez –o una vez más– todos al carajo. Que llueva candela sobre Sodoma, y todos a mamarla a Parla. Verbigracia.
El caso, digo, es que uno –yo mismo, sin ir más lejos– piensa eso a veces, los días en que se levanta turbio. Lo que pasa es que luego coge el coche y se va, no sé, a Vitoria, por ejemplo. Y se baja allí, en una catedral gótica, la de Santa María, que empezó a construirse en el siglo XIII, en esta España que ahora algunos han descubierto –tiene huevos– que nunca existió. Y camina por el lugar, que está siendo restaurado en el marco de uno de los proyectos de rehabilitación más importantes y punteros de la Europa del siglo XXI, y en el que toda la ciudad se ha volcado con entusiasmo. Y entonces uno mira alrededor y se dice: bueno, chaval. A lo mejor se te ha ido un poco la olla, y lo de que llueva chicharrón del cielo, o de donde llueva, es pasarse varios pueblos; y lo mismo, oyes, hay diez justos en Sodoma, por lo menos, y otros tantos en Gomorra, o donde sea, y al final va a resultar que hay gente que merece salvarse en todas partes, dignos ciudadanos, buenos vasallos en demanda de buenos señores; y cuando se les da la oportunidad, y se explican las cosas, y en vez de subvencionar un libro lujosísimo con los cien poetas de Villaconejos del Canto imprescindibles para la cultura occidental, o pagarle tropecientos kilos a Madonna por cantar en la entrañable fiesta del tomatazo de Tomillar del Cenutrio –calificada de interés turístico, ojo–, se invierte la pasta en memoria, y en educación, y en cultura de verdad en el más generoso pero exacto sentido de la palabra, entonces esa buena gente reacciona, responde, se compromete y se vuelve solidaria y maravillosa, devolviendo el sentido a palabras cuyo noble significado hemos pervertido tanto en los últimos tiempos: paisanos, vecinos, conciudadanos. Compatriotas.
Dense una vuelta por Vitoria –Gasteiz si prefieren el viejo y nobilísimo nombre vasco– si necesitan reconciliarse con este país nuestro, con esta España de tanto cuento y tanta mierda. Verán cómo un proyecto de restauración de una catedral y su entorno puede convertirse, con talento y buena voluntad, en una lección viva de historia; en una visita guiada hacia atrás, recorriendo los diferentes estratos de lo que fuimos, para comprender mejor lo que somos y lo que, si nos dejan, tal vez lleguemos a ser. Para entender, con la lección objetiva de las viejas piedras, que en este antiquísimo lugar nuestro, plaza pública en la que confluyeron tantas razas, tantas lenguas, tantas culturas, tantas gentes que a veces se mataron entre sí y a veces se unieron para matar a otros, sufriendo bajo los mismos reyes incapaces, los mismos frailes fanáticos, los mismos ministros y funcionarios chupasangres, recuperar la memoria es conservar el cemento, la argamasa, que une entre sí piedras que, sin ella, no serían más que escombros dispersos, insolidarios, de un pasado muerto del que sólo quedaría el eco de los agravios. Por eso, cuando caminas entre los andamios y los cimientos desnudos y las antiguas tumbas abiertas en el subsuelo de la catedral de Vitoria, por el itinerario tan sabiamente dispuesto por los arquitectos y arqueólogos responsables de ese proyecto extraordinario, experimentas un estremecimiento de solidaridad y orgullo, porque paseas por tu propia memoria. Sintiéndote una piedra más, imprescindible como las otras, en esa vieja y cuarteada catedral, llamada –de algún modo tenemos que llamarla– España.
16 de febrero de 2004
El caso, digo, es que uno –yo mismo, sin ir más lejos– piensa eso a veces, los días en que se levanta turbio. Lo que pasa es que luego coge el coche y se va, no sé, a Vitoria, por ejemplo. Y se baja allí, en una catedral gótica, la de Santa María, que empezó a construirse en el siglo XIII, en esta España que ahora algunos han descubierto –tiene huevos– que nunca existió. Y camina por el lugar, que está siendo restaurado en el marco de uno de los proyectos de rehabilitación más importantes y punteros de la Europa del siglo XXI, y en el que toda la ciudad se ha volcado con entusiasmo. Y entonces uno mira alrededor y se dice: bueno, chaval. A lo mejor se te ha ido un poco la olla, y lo de que llueva chicharrón del cielo, o de donde llueva, es pasarse varios pueblos; y lo mismo, oyes, hay diez justos en Sodoma, por lo menos, y otros tantos en Gomorra, o donde sea, y al final va a resultar que hay gente que merece salvarse en todas partes, dignos ciudadanos, buenos vasallos en demanda de buenos señores; y cuando se les da la oportunidad, y se explican las cosas, y en vez de subvencionar un libro lujosísimo con los cien poetas de Villaconejos del Canto imprescindibles para la cultura occidental, o pagarle tropecientos kilos a Madonna por cantar en la entrañable fiesta del tomatazo de Tomillar del Cenutrio –calificada de interés turístico, ojo–, se invierte la pasta en memoria, y en educación, y en cultura de verdad en el más generoso pero exacto sentido de la palabra, entonces esa buena gente reacciona, responde, se compromete y se vuelve solidaria y maravillosa, devolviendo el sentido a palabras cuyo noble significado hemos pervertido tanto en los últimos tiempos: paisanos, vecinos, conciudadanos. Compatriotas.
Dense una vuelta por Vitoria –Gasteiz si prefieren el viejo y nobilísimo nombre vasco– si necesitan reconciliarse con este país nuestro, con esta España de tanto cuento y tanta mierda. Verán cómo un proyecto de restauración de una catedral y su entorno puede convertirse, con talento y buena voluntad, en una lección viva de historia; en una visita guiada hacia atrás, recorriendo los diferentes estratos de lo que fuimos, para comprender mejor lo que somos y lo que, si nos dejan, tal vez lleguemos a ser. Para entender, con la lección objetiva de las viejas piedras, que en este antiquísimo lugar nuestro, plaza pública en la que confluyeron tantas razas, tantas lenguas, tantas culturas, tantas gentes que a veces se mataron entre sí y a veces se unieron para matar a otros, sufriendo bajo los mismos reyes incapaces, los mismos frailes fanáticos, los mismos ministros y funcionarios chupasangres, recuperar la memoria es conservar el cemento, la argamasa, que une entre sí piedras que, sin ella, no serían más que escombros dispersos, insolidarios, de un pasado muerto del que sólo quedaría el eco de los agravios. Por eso, cuando caminas entre los andamios y los cimientos desnudos y las antiguas tumbas abiertas en el subsuelo de la catedral de Vitoria, por el itinerario tan sabiamente dispuesto por los arquitectos y arqueólogos responsables de ese proyecto extraordinario, experimentas un estremecimiento de solidaridad y orgullo, porque paseas por tu propia memoria. Sintiéndote una piedra más, imprescindible como las otras, en esa vieja y cuarteada catedral, llamada –de algún modo tenemos que llamarla– España.
16 de febrero de 2004
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