Hace unos días palmó Alejandro Paternain. La mayor parte de ustedes no sabrá quién carajo era ese tío; pero algunos, entre los que me cuento, le deben –le debemos– maravillosas páginas con olor a mar y a pólvora, noches de guardia bajo las estrellas, rumor de velas henchidas por la brisa allí donde de verdad empieza la única libertad del hombre: a cincuenta o cien millas de la costa más cercana. Como habrán adivinado, Alejandro Paternain era escritor. Novelista, para ser exactos. Lo conocí hace años, y sé que le habría ofendido en extremo que lo confundiesen con alguno de esos soplapollas vivos o muertos –él, uruguayo, habría pronunciado soplapochas, pero no lo hacía porque era hombre correctísimo– que llenan páginas masturbándose con fascinantes reflexiones sobre su propia caspa. Alejandro Paternain no era de ésos, sino de los otros: Stevenson, Conrad, Melville, O’Brian. Ya saben. Los hermanos de la costa. Contaba historias de aventuras, casi siempre con el mar como fondo, con deliberada y sobria eficacia. Yo le llamaba respetuosamente profesor, y él sonreía al oírlo, con benevolencia cortés. Era alto, anciano, apuesto, tan elegante como su nombre y apellido. Setenta y un tacos de almanaque. Un auténtico cabachero.
Lo conocí de forma singular. Un día entré en una librería de Montevideo –estaba siguiendo la huella de los marinos del Graf Spee– y encontré una novela llamada La cacería. Me gustó el título, me gustaron las páginas que leí por encima, me llevé el libro al hotel y me lo fumigué completo en tres horas. Entusiasmado. A la mañana siguiente cogí el teléfono, hice unas pesquisas editoriales y llamé a Alejandro Paternain a su casa. Oiga usted, dije. No tengo el gusto de conocerlo, pero olé sus huevos. Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría encantado firmarla yo. Me dio las gracias, charlamos un rato, quedamos en vernos alguna vez. Cuando volví a Uruguay ya había leído otras dos historias suyas, y lo llamé. Me reafirmo en lo dicho, sostuve. Maestro. Nos vimos, claro. No me esperaba a ese profesor de Literatura jubilado, leidísimo, modesto, buen tipo. Hablamos mucho de barcos, de naufragios, de libros, de viajes. Nos hicimos amigos. Tiempo después, cuando La cacería se editó en España, Paternain vino a Madrid para presentar el libro, feliz por verse publicado, a sus años y sus canas, en la madre patria. Volvimos a vernos y a intercambiar nombres de libros y de barcos, vientos, latitudes y longitudes como dos chicos que cambiasen cromos. Él no era de ninguna mafia literaria, ni tenía editores de ésos que sólo publican obras maestras imprescindibles para la cultura occidental, ni escribía novelas sobre la imposibilidad de escribir una novela. Así que en la mayor parte de los suplementos literarios españoles importantes, los mismos tontosdelculo que por aquella época jaleaban con entusiasmo cualquier obviedad publicada por cagatintas indocumentados y mediocres, pasaron por completo de La cacería, ninguneando clamorosamente al libro y al autor. Ni una maldita línea. O casi nada. Aun así, circulando la consigna de lector en lector, la novela se vendió muy bien. Y lo que es más importante: se convirtió en libro cómplice para iniciados, en signo de reconocimiento de los lectores especializados en el mar y la aventura.
Ahora Alejandro Paternain largó amarras. Desde la muerte de su esposa ya no era el mismo, cuentan. Trabajaba poco. Había perdido las ganas de casi todo. Me dieron la noticia cuando –cosas de la muerte y de la vida– yo estaba cerca de Montevideo, en la otra orilla del Río de la Plata, en Buenos Aires. Al enterarme le dediqué mentalmente un brindis: una pinta de ron. A tu salud, profesor. A tu memoria y a la de los hermosos libros que escribiste. Luego me propuse teclear estas líneas en cuanto regresara a España, donde apenas se ha publicado alguna mezquina reseña sobre su muerte. Para hacer justicia al novelista uruguayo que fue uno de los últimos clásicos vivos del mar, la historia y la aventura. Para agradecerle una vez más las páginas vividas con todo el trapo arriba, el viento silbando en la jarcia, y en la boca el sabor de la sal y el aroma del peligro. Por Alejandro Paternain dobla hoy aquí a muerto la campana de la inmortal goleta Intrépida, mientras él descansa junto a todos los corsarios y todos los piratas que surcaron los mares en busca de gloria o de fortuna. En la tumba donde yacen ellos y sus sueños.
7 de junio de 2004
2 comentarios:
lo siento
El Profesor Alejandro Paternain, además de mi colega, me honraba llamándome su amiga. Con más de 20 años de diferencia de edad, amantes de la Literatura y de la novela histórica en particular, me daba clases magistrales en charlas de café que solíamos tener en Montevideo, más o menos una vez al mes, en el breve lapso que duró nuestra amistad, debido a su partida. Larga vida, Alejandro, vives en tu obra.
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