No tengo nada contra la mendicidad ni los mendigos. Al contrario. Lo mismo me da que sean forzados por la necesidad –que también, aunque hay menos– o de oficio. Allá cada uno con su forma de ganarse la vida. Tampoco te obligan, oye. Les das o no les das. A mí, según las pintas que tienen, los lugares que eligen para currárselo y las actitudes, me gusta echarles una mano, pagar una caña, un paquete de tabaco, escuchar su historia real o fingida. Me agradan sobre todo los que no disfrazan su condición y se proclaman mendigos a mucha honra. En los soportales de la Plaza Mayor de Madrid hay varios sentados al sol, borrachines, felices con un pitillo y un cartón de vino barato. Están muy crecidos, por cierto, desde que a una concejal o algo así, víctima de lo socialmente correcto, se la cepillaron los del Ayuntamiento porque pidió que retirasen a los mendigos de allí con motivo de no sé qué fiesta, o presentación de algo. Les oyes contarlo y te rulas de risa. De aquí no nos quita ni Dios, etcétera. Las guiris rubias y blanditas les hacen fotos, medio fascinadas y medio horrorizadas, mientras ellos, entre sorbo y sorbo al Don Simón, les dicen lo que les van a comer si la ocasión se tercia. Me encanta.
Alguna de las variedades mendicantes, eso sí, se me atraviesan en el gaznate. Como cierto fulano que se aposta en la boca de un aparcamiento con ropas raídas y actitud misérrima, al que ya he visto varias veces por la calle, los días que libra, vestido con coqueta corrección e incluso chulito de aires. Otros mendigos a quienes no trago son esos tíos como castillos que se arrodillan en mitad de la calle con los brazos en cruz y con imágenes y estampitas del Sagrado Corazón, de Santa Gema o de San Apapucio, y que te dicen tengo hambre, tengo hambre, en tono gimoteante, a veinte pasos de una obra en la que hay siete moros, cinco indios y tres negros sudando el jornal bajo un casco de albañil. Con esos mierdas siempre tengo la impresión de que si me fuera a una tienda y les comprara una navaja, no sabrían qué hacer con ella. Como le decía a uno de ellos en la calle Preciados –se lo conté a ustedes hace tiempo, en esta misma página– aquel otro mendigo punki con flauta en el cinto, botas de paracaidista y pelo mohicano: «Ni para pedir tienes huevos, hijoputa».
Los mendigos con perro son aparte. Ya he dicho alguna vez que amo a los malditos cánidos más que a las personas, y me abrasa la sangre imaginar que un canalla los tenga allí sólo por mover a compasión a los clientes. Porque ya me dirán. Desde que la cosa se puso de moda hace unos años, raro es el mendigo que no se lo monta con un chucho. Ahí libro luchas terribles conmigo mismo, entre la natural tendencia a ayudar al propietario del perro para que lo cuide, le dé de comer y todo eso, y la repugnancia a caer en la trampa sentimental que ese mismo fulano me está tendiendo. Al final, por aquello de que más vale dormir tranquilo y siempre hay uno o diez justos en cualquier Sodoma, termino palmando, claro. Mejor eso que la duda. Esos ojos del perro que te miran al irte.
Además, nunca se sabe. Hace poco, sentado a la puerta de una cafetería en la calle Ancha de Cádiz, estuve observando a un mendigo con un cachorrillo que estaba enfrente, sobre unos cartones. El cachorrillo era travieso, se escapaba detrás de la gente, y el mendigo, un fulano joven de aspecto feroz, infame, lo increpaba. Ven aquí que te voy a matar, decía. Yo estaba inquieto porque, bueno. Uno tiene sus amores y sus reglas. Y la vamos a liar, pensaba. Como le haga daño de verdad, no me va a quedar otra que levantarme e ir a que ese cenutrio me rompa la cara, entre otras cosas porque ya no voy estando en edad de sostener con hechos, como antes, todo lo que pienso y digo. Ahora, con un jambo joven enfrente, o madrugas mucho –patada en los huevos, cabezazo, vaso roto, etcétera– o te dan las tuyas y las de un bombero. En fin. El caso es que de pronto se levantó el mendigo en busca del cachorrillo, que se alejaba, y yo sentí bombear la adrenalina, pensando: vaya ruina te vas a buscar esta mañana, Arturete. A los cincuenta y dos. Hay que joderse. Y entonces, para mi sorpresa, el fulano agarró al cachorrillo por el pescuezo con una dulzura infinita, le estampó un beso en el hocico, y se lo llevó otra vez de vuelta, acariciándolo, hablándole con una ternura que me dejó hecho polvo. Y cuando al rato me levanté y al paso, como quien no ha visto nada, dejé un billetejo sobre los cartones, pensé a modo de disculpa: nunca se sabe, colega. La verdad es que nunca se sabe.
2 de agosto de 2004
1 comentario:
Lo malo de la mendicidad es que hay gente que la utiliza como medio de vida. Aquí han venido mafias de rumanos, haciéndose pasar por inválidos y a la vuelta de la esquina, ni inválidos ni nada, pero hay mucha gente que se queda en la calle y no es capaz de reorganizar su vida y cada vez están más excluidos. Personas que tenían trabajo, familia y amigos y que por una mala pasada de la vida tienen que dormir debajo de unos cartones y pedir unas monedas para subsistir. Quizá utilicen al perro para dar lástima pero creo que es el único amigo que tienen, el único que no les ha abandonado, que no le importa si tienen o no riquezas, que se conforman con un poco de amor.
En Zaragoza también había un señor que tenía un perrito y los dos pedían limosna en una esquina, pero el perro parecía feliz y el señor le hacía mimos y lo quería, no como otras personas que los maltratan y los abandonan.
La verdad es que me gustaría que no hubiese personas mendigando por las calles y no es porque estropeen el paisaje, sino por el dolor que se esconde detrás de cada historia, que tuviésemos la capacidad como sociedad de ayudar a esas personas a salir de ese pozo y de perseguir a las que solo están estafando.
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