No crean. Esta página que escribo desde hace once años también tiene sus fantasmas, y sus remordimientos. Alguna vez dije que todos dejamos atrás cadáveres de gente a la que matamos por ignorancia, por descuido, por estupidez. Cuando te mueves a través del confuso paisaje de la vida, eso es inevitable. Que me disculpen los limpios de corazón y de memoria, pero siempre desconfié de aquellos que, llegados a cierta edad, tienen la conciencia tranquila y no se quedan con los ojos abiertos en la oscuridad, recordando los cadáveres que dejaron en la cuneta. Porque no se puede estar bien con todo el mundo. Vivir significa optar, elegir, moverse. Mojarse. Tomar posición y disparar contra esto o aquello, y también recibir disparos ajenos, por supuesto. Escribir, para qué les cuento.
Como ven, este domingo estoy filosófico. Suelo ponerme así cada tres o cuatro meses, cuando José, el mensajero de El Semanal, me trae a casa el par de cajas llenas con la correspondencia acumulada durante ese tiempo. Son cartas que no contesto –ojalá tuviera tiempo, después de ocho o diez horas diarias dándole a la tecla–, pero que leo siempre cuidadosamente. Hay de todo, claro: lectores que animan a pegarle fuego a todo, gente razonable o inteligente que aporta interesantísimos puntos de vista, cenutrios que no se enteran de nada y para quienes la ironía es tan inasequible como el esperanto, personal que se cisca directamente en mis muertos, y también un notario de Pamplona que echa espumarajos cada vez que menciono a la iglesia católica, apostólica y romana. Porque eso no falla, oigan. En cuanto tocas religión o nacionalismos periféricos, la peña salta como si apretaras un botón. También hay otra clase de cartas, que son las que motivan este artículo. Esas las leo muy despacio. Y al terminar, como dije antes, me quedo siempre con la misma sensación. Melancolía, tal vez sea la palabra.
A ver si consigo explicarlo. Esta página no puede escribirse con bisturí. Carezco de talento para eso. Los ajustes de cuentas se hacen empalmando la chaira y acuchillando en corto, a lo que salga. En poco más de un folio, y con este panorama, uno pelea y apenas tiene tiempo de mirar a cuántos se la endiña. Sigue adelante, y que el diablo reconozca a los suyos. La justificación es que nadie obliga. Que podría firmar un libro cada dos años y observar la vida desde el escaparate de una librería. Pero ya ven. Unos domingos me divierto horrores, otros me desahogo, y otros digo en voz alta, o lo intento, lo que algunos no tienen medios para decir. Sin embargo, no es posible quedar bien con todos. También hay errores por mi parte, claro. O excesos. Aquí no caben florituras ni sutilezas, si vas a lo que vas. Y menos en esta triste España, donde la gente sólo se da por aludida cuando le pateas los cojones. Pero mochar parejo, que dicen mis carnales de Sinaloa, trae daños colaterales. Víctimas inocentes. La justificación es que uno da la cara y se la juega sin red, sin Dios ni amo, en vez de llevárselo muerto por poner la foto y marear la perdiz, o por hacerle a los demagogos y mangantes que cortan el bacalao –o a quienes pretenden cortarlo– un francés con todas sus letras.
Pero claro. Aun sabiendo todo eso, y sabiendo también que la mayor parte de quienes te leen lo saben, o lo intuyen, resulta imposible sustraerse a la impresión que producen ciertas cartas. Y no hablo de las indignadas, sino de las que envían esas víctimas colaterales que, comprendiendo las reglas del juego, escriben afectuosas, pacientes –el afecto y la paciencia que yo no tuve con ellos–, para recordarte que no siempre es así, que hay tal o cual matiz, que fuiste injusto en esto o en aquello. Y tienen razón. La tienen los jubilados que me afean una palabrota o una exposición demasiado cruda con la ternura que emplearían para dirigirse a sus nietos. La tiene la Robotina que prestó su voz enlatada para un diálogo de besugos, y que me tira de las orejas, con humor y afecto, porque la llamé cacho zorra. La tiene el joven lobo negro que estudió, y luchó, y soñó con una España europea e inteligente, y que ahora, resignado, plancha cada amanecer su traje para meterse dos horas en el tren de cercanías, e ir a ganarse el jornal en condiciones de esclavitud –comes o te comen– explotado por superlobos sin conciencia en una torre de cristal y acero. Que todos ellos y tantos otros comprendan por qué no pude dejarlos al margen, hace mi remordimiento más intenso. Me rodea de fantasmas entrañables a los que me gustaría decir: lo siento.
4 de octubre de 2004
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