Vamos a poner las cosas claras, tío. No te voy a decir nada que no sepas. Pero tu madre me pide que te resuma la película. Según ella, con veinte años te pones de perico hasta las cejas. ¿Quieres que te lo diga con sus mismas palabras? Sin pegas te lo repito: «Mi hijo está hundiéndose en el mundo de la coca y nos está arrastrando a nosotros al infierno». ¿Te reconoces en el retrato? Fíjate lo acojonada que estará, la pobre, para contarme eso. Y contármelo así. También cuenta que me lees desde hace tiempo. Lector acérrimo, te llama. Y ahí me pilla por los huevos, porque de eso a llamarte amigo mío no cabe el canto de un euro. ¿Comprendes? Me implica y me compromete. Un amigo tuyo se está jodiendo la vida con la puta coca, viene a contar –en traducción libre, claro, porque tu vieja no habla así ni de coña–, así que dile algo. Y aquí me tienes, oye. Diciéndotelo.
Vaya por delante que comprendo lo fácil que es. Te vas de fiesta con tu churri el sábado por la noche, empiezas la marcha, pillas un ciego entre música y baile, y siempre hay un amigo, o tú mismo, que tiene a mano treinta mortadelos para medio gramo; y como en este país de mierda todo cristo trapichea con perico sin que pase nada, te basta mirar alrededor y encuentras suficiente para empolvaros tú y tu cari, y encima aún queda para un nevadito como postre. Eso también lo comprendo. Las pirulas, como a estas alturas sabe todo dios –menos los retrasados mentales que aún las engullen–, tienen muy mal rollo y te hacen polvo; y cuando mezcla, la peña palma que te rilas. Por otra parte, si te emporras te vas abajo y se acaba la fiesta. Así que el perico parece lo adecuado. ¿Verdad? Te pones hasta las patas de alcohol, luego te metes una raya, y acto seguido te comes el mundo, tan lúcido y despejado como si acabaras de salir de la ducha. Pero tiene truco, tío. Te lo juro. Es como jugar al póker con el diablo de tahúr. A la larga siempre pierdes.
Puedes perder, sin más, en la primera mano. Que pasa mucho, por cierto. A tu edad uno se cree inmortal. Invulnerable. Metes a tu pavita en el Focus o el Ibiza, lo pones a ciento ochenta y te crees lúcido y despejado. Yo controlo, dices. Nos vemos en tal sitio para seguir la fiesta. Y donde te ven al día siguiente es en las páginas de sucesos, colega, con la gente que mueve la cabeza y dice: otro gilipollas que no sólo palmó él, que todavía, sino que palmó con la novia, con dos amigos y con un pobre hombre que venía en dirección contraria, camino del trabajo, a las seis de la mañana. Otro cretino irresponsable que, ignorando el valor de la vida, la derrochó estúpidamente y se la quitó a unos cuantos más. Un tiñalpa cutre que, como decía Clint Eastwood en Sin perdón, perdió cuanto tenía y también cuanto podría llegar a tener. Y ese será tu epitafio, amigo. Todos nos iremos un día. Sí. Pero tú te habrás ido mucho antes. Como un carajote, que dicen los andaluces. Como un imbécil.
También queda la segunda posibilidad, y no sé cuál es peor. Puede que tengas suerte y sobrevivas. Te harás mayor, tendrás un curro, te casarás o lo que sea. Y aunque eres un tío seguro y dices que controlas, que sólo es de sábado en sábado y etcétera, llegará un momento en que no podrás hacer nada importante sin cantar línea en ese bingo. De eso dependerá la concentración, la lucidez, la energía. Serás un esclavo toda tu vida, o la vida que te quede por vivir. Porque ésa es otra. La coca rompe los sesos, colega. Ese anuncio del gusano que se mete por las napias es, por una vez, verdad de la buena. Cuando de tanto dejarlo para más tarde tengas el tabique nasal hecho polvo, cuando sangres como un gorrino y te pases el día sorbiéndote los mocos con la gente mirándote entre compasiva y asqueada, y necesites empericarte, no ya con medio gramo un fin de semana, sino con un gramo diario, y se te vaya la viruta en pagarte las dosis –echa cuentas en euros y acojónate, colega–, lamentarás no haberte conformado aquellos sábados con unas cervezas. Si no reaccionas a tiempo, te habrás convertido en una piltrafa. Y lo que es peor: lo sabrás cada vez que te mires al espejo. Para entonces puede que me sigas leyendo, si aún le doy a la tecla. Igual sí, igual no. Pero si quieres que te diga la verdad, me importa un bledo que a esas alturas me leas o no, porque ya no serás ni sombra de lo que eres. Ni yo estaré orgulloso de llamarte amigo, ni lo mío te servirá para nada. Serás un perfecto mierdecilla, tío. ¿De verdad vas a hacernos a tu madre y a mí esa putada?
1 de mayo de 2005
1 comentario:
Lo clavas, en el idioma q entienden, o creen entender . Tendría que ser de obligada lectura reiterada en los colegios. A ver si se le mete en la cabeza a tanto descerebrado y superdotado (también los hay adictos) que no saben que juegan a la ruleta rusa con certeros daños a terceros (familiares, amigos y desconocidos que se cruzan en un momento dado) . Pena, penita, pena ser cocainomano, no se dice que imposible pero difícil la solución.
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