Detesto esas sucias jaulas: los campos de concentración y exterminio de atún rojo. Han proliferado como basura en la costa de Alicante y Murcia. Instaladas además, con el mayor desprecio para quienes navegan, en medio de las rutas habituales. Bajas a la camareta a hacerte un café, y cuando subes a cubierta te ves en un laberinto de redes y jaulas. De noche pueden convertirse en una pesadilla, sobre todo cuando se funde la luz de alguna baliza. Son siniestras. Se distinguen de las piscifactorías normales, de los criaderos de otras especies, en que las jaulas de atún rojo huelen a muerte y a dinero fácil.
Se llaman así, criaderos o viveros, pero quien conoce el mar sabe que es mentira: el atún no se cría cautivo. Como ya conté alguna vez, el atún es un pez que no puede dejar de nadar, porque entonces no respira. Un atleta que necesita aguas libres. Lo que ocurre es que los grandes bancos de atún se cercan, sin importar peso ni edad, se meten en jaulas de engrase, se atiborran de pienso, y cuando están gordos, se matan. Así, oficialmente, no se le llama pesca sino cría de vivero. Y a nadie interesa demostrar lo contrario: las autoridades siguen mostrándose sospechosamente pasivas, los políticos dicen que eso crea puestos de trabajo, y los pescadores, principales perjudicados, se ponen al servicio de los empresarios, cobran y callan. Que España sólo conceda cuatro licencias para el atún rojo no es problema: se traen barcos franceses o italianos. Y nadie rechista. Ante las cifras –500 millones de euros de exportación anual– no hay ecología que valga, aunque suponga pan para hoy y hambre para mañana. En eso vivimos al día, como en todo. Y quien venga detrás, que se busque la vida.
Así que dentro de unas semanas se reanudará la matanza. El cimarrón, el atún rojo que emigró en primavera al Mediterráneo para desovar, intentará regresar a las aguas frías del Atlántico. Es lo que los pescadores llaman atún de revés: bancos de atunes nadando cerca de la costa, en busca del Estrecho y el mar abierto. Durante tres mil años, fenicios, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, andaluces, se dedicaron a su captura con las tradicionales almadrabas. El equilibrio ecológico pudo mantenerse durante treinta siglos; pero las cosas han cambiado. Además de los cercos masivos con avanzada tecnología para llevar el atún a las jaulas de engrase, donde el confinamiento impide la inmigración y el desove, las redes de deriva, los palangres kilométricos, la localización aérea, casi han exterminado la especie. Ahora van a buscarlo hasta Sicilia. Hace veinte años, las almadrabas artesanales del Estrecho, embudo natural del atún rojo hacia el Atlántico, conseguían setenta toneladas a la semana. Hoy, con suerte, tres o cuatro. En el último medio siglo, las existencias de atún disminuyeron un noventa por ciento. Pero todo tiene su intríngulis. Este pez, que puede llegar a cuatrocientos kilos de peso, no se considera adulto hasta que alcanza los treinta kilos; pero la ley sólo prohíbe capturar ejemplares de peso inferior a seis kilos. El resto es barra libre. Y según cuentan mis amigos de Torrevieja –en cuyo Club Náutico se encuentran algunos de los mejores pescadores deportivos del Mediterráneo–, hoy es raro hacer una captura de más de diez kilos.
El hecho de que en Japón, principal importador y consumidor de pescado del mundo, se pague el atún rojo a casi cuatrocientos euros el kilo, explica muchas cosas. Explica, por ejemplo, que las asociaciones ecologistas presenten cada año dos mil denuncias que nadie atiende, mientras el Gobierno y las autonomías correspondientes califican de empresarios modelo a los magnates de la industria atunera. Explica también que en el mes de julio, además de los devastadores operativos puestos en pie por los que controlan el negocio, todo cristo en las costas española y marroquí se lance al menudeo, a ver si consigue un atún rojo para los importadores japoneses, cuyos agentes compran a pie de playa y cuyos barcos frigoríficos rondan con total impunidad. Explica, en fin, que cuando me tropiezo en el mar con una de esas siniestras jaulas, se me ponga una mala leche espantosa. O que cuando avisto un remolcador que lleva a rastras, camino del presunto criadero, la red o jaula en la que acaban de meter el penúltimo banco de atunes rojos, lamente mandar un simple velero, y no un submarino con el que torpedear a esa gentuza.
5 de junio de 2005
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