Acabo de leer que un jambo al que han juzgado en Barcelona por un sucio asunto de violación, lesiones y asesinato, me hace el dudoso honor de citar párrafos de una novela mía, entre otras, en una especie de diario que ha escrito en el talego sobre su última peripecia. Y la peripecia fue que el fulano, aprovechando un permiso carcelario, fue a los juzgados, tiroteó a los mozos de escuadra que trasladaban a un colega, y dejó a uno tetrapléjico y en silla de ruedas. Los dos choros emprendieron la fuga; y al poco, sorprendiendo en un descampado a una pareja de novios, el colega le pegó seis buchantes al novio y acto seguido, sin despeinarse, violó a la novia. Tal cual. En calentito y sin que le temblara el pulso. Al menos eso afirma el diario de mi lector, que le echa toda la culpa a su consorte. El caso es que, como guinda, uno de los dos fulanos, o los dos, que de eso no estoy muy seguro, tienen el bicho: el sida. Así que el episodio puede inscribirse en toda la mierda de esa España marginal, cutre, oscura, tan miserable y cruel que se te clava en la boca del estómago; la España real que sigue ahí al apagar la tele aunque sólo salga en la sección de sucesos, y de refilón, cuando historias así destapan la cloaca. Una España negra y perra que nada tiene que ver con esa donde se hacen afotos los políticos: la europea, la civilizada, la socialmente correcta hasta echar la mascada, que según Rodríguez Zapatero y su peña –y hasta hace dos días Aznar y la suya– funciona de cojón de pato. Quiero decir que va bien.
El caso es que, volviendo a mi lector taleguero y a su colega, me gustaría precisar un par de cosas. Más que nada por si, al leer ciertas novelas mías o alguno de estos artículos, alguien se confunde un poquito. El hecho de que a veces, cuando se me pone, puche el golfaray o les haga homenajes a pájaros ilustres como a mi paisano el Maca –«Le tiré cuando se iba»–; al gran Pepe Muelas, virtuoso de la estafa, que en paz descanse; a mi plas Ángel Ejarque, rey del trile; a ese querido Juan Rabadán del que nunca más supe –uno de mis viejos remordimientos– y a otros cuyos nombres no derroto porque siguen en activo, no significa que sea un julandra que no sabe distinguir a un casta legal de un resabiado cabrón. Tampoco el hecho de que en mis novelas aparezcan personajes que viven en el lado oscuro de la vida y de la calle, gente de mala lengua y peor espada, o fusco, o chaira, significa que me trague las milongas sin masticar. Una cosa es la chusma brava, a mucha honra, y otra la escoria. Una cosa es que la vida te haga caer en el lado malo, y buscártela incluso con muescas de palmados en las cachas del baldeo, y otra que seas una alimaña sin escrúpulos ni conciencia. Porque hasta entre los hijos de puta hay clases; o más bien ahí es precisamente donde las clases son más claras. A dos políticos, a dos especuladores o a dos sinvergüenzas con corbata no los distingue más que el color del Bemeuve. Pero entre la gente del bronce, a menudo las diferencias te saltan al careto. No es lo mismo un gitano camello sin conciencia de Las Barranquillas –me importa un huevo que se reboten los gitanos que no lo son: vayan y miren– o un payo hijo de puta como el Anglés y sus colegas de Alcásser, o el murciano basura y miserable que abusaba de bebés para ponerlos en Internet –lástima que se hayan perdido viejas y bonitas tradiciones del maco, y yo me entiendo–, que un fulano a quien la jodía vida ha puesto en mal sitio y se lo monta como puede, pero sin olvidar que hasta para buscársela hay reglas. Que incluso un asesino a sueldo como el capitán Alatriste, un matarife como Sebastián Copons, un ex presidiario como Manolo Jarales Campos, un tipo duro como Santiago Fisterra, una pinche narca cabrona como Teresa Mendoza, tienen sus códigos. Sus límites. Y que sin esos límites, serían –seríamos todos– una puñetera mierda.
Así que, por si ese fulano de Barcelona o su maldito colega el violeta de gatillo y bragueta fácil no lo han entendido, se lo explico clarito. Dije alguna vez que todo lector es un amigo, pero ahora lo matizo. Las citas literarias del zumbado de Barcelona demuestran que no todo lector lo es. Cada artículo que publico en esta página, cada novela que echa a rodar por el mundo, es una botella con mensaje dentro, que uno tira al mar confiando en que llegue a buenas manos. Resulta imposible elegir a los lectores, pero los amigos son otra cosa. A cierta clase de amigos sí que los elijo yo. Y por el mismo precio, también a ciertos enemigos.
26 de junio de 2005
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