Les hablaba la semana pasada de gente indeseable, como esos fulanos que dejaron paralítico a un mozo de escuadra y luego, sorprendiendo a una pareja de novios en un descampado, lo mataron a él y la violaron a ella. Pero hubo un aspecto del asunto que me sigue haciendo runrún en la cabeza. Decía en el artículo que no es lo mismo ser un delincuente que se busca la vida en los límites de ciertas reglas, que un cabrón desbocado al que todo le da igual. Y al releerlo me di cuenta de que la mayor parte de amigos y conocidos a los que mencionaba, o en los que pensaba mientras describía el primer grupo –los malandrines que mantienen ciertos códigos–, casi todos son gente mayor o están muertos. Y lo que abunda, cada vez más, es gentuza a la que se le fue la olla, capaz de hacer daño sin el menor escrúpulo. Escoria indeseable.
Pero claro. Ahí radica la cosa. Desde las cavernas hasta la fecha, toda sociedad genera su basura. En los tiempos que corren es absurdo exigir límites éticos a unos delincuentes que se mueven en una sociedad carente de ellos. Una sociedad movida por el afán desenfrenado de lucro inmediato, la ausencia de cultura, de ideales, de memoria histórica. Toda esa gentuza desquiciada no es sino la propia de tal sociedad, llevada a extremos de perversión y disparate. Entre la clase delincuente, que en otro tiempo curraba ciertos registros para mejorar su vida, ganar dinero y salir adelante, la droga, la jeringuilla, el bicho del sida, lo destruyeron todo, sustituyendo la palabra futuro por el aquí te pillo aquí te mato, por la desesperación del callejón sin salida y la huida a toda leche hacia el vacío, el rencor desesperado que se lleva por delante cuanto puede antes de estrellarse contra la pared. Y todo con esa maldita, inmoral televisión como referencia: no hay en la historia de la Humanidad instrumento tan maravilloso en sus posibilidades y tan dañino en su uso, en manos como está de sinvergüenzas sin escrúpulos. En vez de ser vía de salvación y de lucidez, se ha convertido en motor de ambición y de locura, en escaparate hacia el que convergen todas las pasiones insatisfechas, todos los sueños imposibles, todas las mentiras, todas las frustraciones que, ya desde niños, nos están volviendo enfermos y locos.
Pongan la oreja, rediós. ¿Cuánto hace que no oímos pronunciar palabras como honradez, honor o decencia? ¿Quién habla de eso en la escuela, o en la casa de cada cual? Contaminadas en otro tiempo por una derecha hipócrita, analfabeta y estúpida, desgastadas por meapilas que confunden decencia con longitud de falda, aborto y preservativo, denostadas por imbéciles oportunistas que se dicen de izquierdas, todas ellas suenan rancias, reaccionarias, y son abucheadas por quienes se benefician de lo opuesto: los políticos decididos a destruir lo que obstaculiza el negocio continuo donde viven y medran, predicando un mundo virtual, falso, inexistente; creando conflictos para vivir del cuento mientras meten el cazo en el mundo real. Aquellas viejas palabras han sido sustituidas en el lenguaje de hoy por la demagogia de los lugares comunes, por la esquizofrenia de hacer compatible la murga de lo socialmente correcto con una sociedad dislocada donde los auténticos valores, los únicos reales, son ganar dinero, fanfarronear, exhibirse. Es lo que se enseña ahora en los colegios: un mundo virtual, ajeno a la realidad, desmentido cada día por los adultos. Algo que se destruye en cuanto le da la luz, pero sin mecanismos morales para sobreponerse al golpe. Sin armadura ética. De ese modo, lo que en realidad formamos a largo plazo es gente egoísta, insolidaria, comprometida mientras no cueste mucho esfuerzo mantener la postura social vigente. Y claro. Luego, cuando el joven educado en la milonga sale indefenso a la calle, o se vuelve majareta, o traga para sobrevivir, o se corrompe para medrar.
Cuando hace años murió alguien muy cercano y querido para mí, en el momento de bajarlo a la tumba alguien, entre sus amigos, comentó: «Era un hombre honrado y un caballero». Y qué quieren que les diga. Me pareció el mejor epitafio que un hombre puede desear para sí mismo, pero temo que nadie dirá eso en mi funeral. No porque pueda o no pueda serlo, que ése es asunto mío y no viene al caso; sino porque dudo que alguien aprecie todavía el valor de esas palabras. Ahora, honrado es sinónimo de tonto, y en la puerta de los servicios de los bares llaman señora y caballero a cualquiera.
3 de julio de 2005
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