Soy lector respetuoso, de toda la vida, de tres historiadores anglosajones: Ian Gibson, Paul Preston y Henry Kamen. Sobre todo de este último, cuyos trabajos sobre la monarquía de los Austrias honran mi biblioteca junto a libros de los también británicos Elliot y Parker, y del francés Braudel, entre otros. Añadiré que comprendo el interés, cariño e inquietud de Gibson, Preston y Kamen por esta España a la que tantos esfuerzos y páginas dedican, y que les corresponde con lectores y afecto. Eso otorga, sin duda, derecho a opinar sobre nuestra historia y nuestro presente. Sin embargo, en los últimos tiempos me opinan hasta en la sopa. Abro un diario o una revista, y allí está uno de los tres hablando de esto y aquello. Ya no se limitan a la historia o a la actualidad de España, sino que también, a veces, toman partido en política actual, en cuestiones autonómicas e incluso en política exterior. No pueden evitarlo, supongo, si les preguntan por todo eso. Yo mismo leo muy atento sus entrevistas y artículos, naturalmente. Lo que pasa es que a veces me quedo con una sensación incómoda, haciéndome siempre la misma pregunta. Por qué no se limitarán a ser historiadores prestigiosos y prudentes. Dicho menos fino: para qué cojones se meten en camisas de once varas.
En el último mes o poco más, verbigracia, he leído opiniones del irlandés Ian Gibson y del inglés Henry Kamen a favor de que los archivos de Salamanca pasen a Cataluña. Sobre ese asunto, yo mismo tengo mis ideas. Como cualquiera. Pero en momentos como éste, cuando todo se jalea y utiliza como quijada de burro, como argumento para quienes dan la razón a mi abuelo, que en paz descanse, cuando decía que los españoles sólo valemos para salir dándonos navajazos o garrotazos en los cuadros de Goya, o sea, en tiempos como los que vivimos, cuando nos jugamos lo que nos estamos jugando entre la mala fe, el rencor y la hijoputez ancestrales de esta tierra de caínes insolidarios, no me parece correcto que las visitas que toman café opinen cómo deben estar colocados los muebles del salón. Es como si Javier Marías, que además de rey de Redonda es respetadísimo en el Reino Unido de Gran Bretaña, dijera cuando presenta allí una novela que ya es hora de que le devuelvan a Grecia los frisos del Partenón, a Egipto unas cuantas momias y el Ulster a Irlanda.
Henry Kamen fue más lejos hace unas semanas, entrevistado cuando su biografía del duque de Alba. Esta vez el historiador se metió en el jardín de las relaciones hispanobritánicas sobre Gibraltar. La cosa coincidió con el solo de flauta, o succión entusiasta, que nuestro ministro Moratinos le hizo hace poco al Foreign Office y al gobierno del Peñón, en magistral golpe de mano perfectamente sincronizado con la política exterior e interior española: para desbloquear las negociaciones, concedes lo que te pedían, y así puedes seguir negociando nuevas concesiones. Nadie puede acusarte, por tanto, de no tener buen talante y buen diálogo. El caso es que, interrogado sobre ello, don Henry sentó su posición de hispanista documentado: Gibraltar no es una colonia, dijo. Es España la que aún tiene colonias en el Mediterráneo. No recuerdo en este momento si llegó a nombrar a Ceuta y Melilla o se cortó un poquito y hubo elipsis. De cualquier modo, blanco y en cartón se llama leche.
Lo de Paul Preston también fue pedrada en ojo de boticario. Cito de memoria, pero la idea básica de lo que dijo hace un par de meses, en la correspondiente entrevista, es que el franquismo español fusiló mucho en Cataluña. Ojo. No que fusilara mucho en toda España, o que los catalanes franquistas fusilaran mucho allí, o que la derecha y la izquierda catalanas se ajustaran las cuentas, como en todas partes, durante la guerra civil. Qué va. En Cataluña, puede leerse en los subtítulos, los malos vinieron de fuera: Castilla y toda la parafernalia. Todos los piquetes de ejecución llegaron del exterior, mientras la totalidad del pueblo catalán sufría bajo un régimen militar que sólo le dio por saco a él. Y a los vascos, supongo: ahí todos eran gudaris, y a ésos también los fusilaron los de fuera. El resto, los españoles rojigualdas, fueron, fuimos –seguimos siéndolo– cómplices de Franco, invasores y verdugos.
En fin. Yo seguiré leyéndolos, claro. A los tres. Con mucho interés y respeto. Pero esas boquitas, místeres. A ver si cuidamos esas boquitas.
23 de enero de 2005
1 comentario:
Me ha encantado, Stanley Payne es mucho mejor hispanista que estos hijos de la Gran Bretaña.
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