Es uno de mis más antiguos y tristes recuerdos. Tenía cinco años cuando lo vi en el escaparate de la juguetería junto al equipo de sheriff, el mecano, los juegos reunidos Geyper, el autobús de hojalata con pasajeros pintados en las ventanillas: juguetes que a menudo exigían complicidad y esfuerzo, y de los que no te despegabas hasta los reyes siguientes. Incluso para los niños afortunados –quince años después de la guerra civil no todos lo eran– había sólo uno o dos regalos por cabeza. Y si te portabas mal, carbón. Por lo demás, con imaginación, madera, alambre y latas vacías de conservas se improvisaban los mejores juguetes del mundo. En aquel tiempo, a las criaturas todavía no nos habían vuelto los adultos pequeños gilipollas cibernéticos. Todavía nos dejaban ser niños. Los enanos varones leíamos Hazañas Bélicas, matábamos comanches feroces y utilizábamos porteadores negros en los safaris sin ningún complejo, mientras las niñas eran felices jugando con muñecas, cocinitas y cuentos de la colección Azucena. Tal vez porque los adultos eran más socialmente incorrectos que ahora. Y en algún caso, menos imbéciles.
Pero les hablaba del caballo. En esa época, para un crío de cinco años, un caballo de cartón suponía la gloria. Aquél era un soberbio ejemplar con silla y bridas, las cuatro patas sobre un rectángulo de madera con ruedas; tan hermoso que me quedé pegado al cristal sin que mis abuelos, con quienes paseaba, lograran arrancarme de allí. Me fascinaban sus ojos grandes y oscuros, la boca abierta de la que salía el bocado de madera y tela, la crin y la cola pintadas de un color más claro, los estribos cromados. Era casi tan grande como los caballitos de la feria que cada Navidad se instalaba en el paseo del muelle, frente al puerto. Parecía que era de verdad, y que me esperaba. Cuando consiguieron alejarme del escaparate, corrí a casa y, con la letra experimental de quien llevaba un año haciendo palotes, escribí mi primera carta a los reyes magos.
Yo pertenecía al grupo de los niños con suerte: la madrugada del 6 de enero, el caballo apareció en el balcón. Esa mañana, en la glorieta, monté mi caballo de cartón ante las miradas, que yo creía asombradas, de otros niños que jugaban con sus regalos: triciclos, patinetes, espadas medievales, cascos de marciano, cochecitos con muñeco dentro, o la modesta muñeca de trapo y la más modesta pistola de madera y hojalata con corcho atado con un hilo. Ahora sé que algunas de esas miradas de niños y padres también eran tristes, pero eso entonces no podía imaginarlo; mi caballo era espléndido y en él cabalgaba yo, orgulloso, pistola de vaquero al cinto. Ni cuando, en otros reyes, tuve mi primera caja de soldados, la espada metálica del Cisne Negro, el casco de sargento de marines, la cantimplora de plástico y la ametralladora Thompson, fui tan feliz como aquella mañana apretando las piernas en los flancos de mi hermoso caballo de cartón.
Sólo pude disfrutarlo un día. Por la tarde jugué con él hasta el anochecer, en el balcón, y lo dejé allí, soñando con cabalgarlo de nuevo al día siguiente. Pero aquella noche llovió a cántaros, nadie se acordó del pobre caballo, y por la mañana, cuando abrí los postigos, encontré un amasijo de cartón mojado. Según me contaron más tarde, no lloré: estaba demasiado abrumado para eso. Permanecí inmóvil mirando los restos durante un rato largo, y luego di media vuelta en silencio y volví a mi habitación, donde me tumbé boca abajo en la cama. La verdad es que no recuerdo lágrimas, pero sí una angustiosa certeza de desolación, de desastre irrevocable, de tristeza infinita ante toda aquella felicidad arrebatada por el azar, por la mala suerte, por la imprevisión, por el Destino. Después con los años, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos.
8 de enero de 2006
4 comentarios:
Mi único regalo de reyes en mi infancia ha sido una Nancy, éramos cuatro hermanos y mis padres no podían permitirse que para nosotros existieran los reyes magos.
Nos regalaban el ajedrez, un juego de cartas, canicas... para jugar los cuatro juntos.
Pasaron unos años y una prima más pequeña que yo destrozó mi muñeca en mil pedazos, llegué de jugar de la calle y cuando vi la muñeca me quedé muda.
Hace tres años, en Málaga en una tienda de muñecas de Nancys antiguas vi la misma que tuve en mi infancia pero no sé que me ocurrió que al verla, no sentí lo mismo. La dejé allí y perduró el recuerdo de una muñeca preciosa vestida de pastora que una vez tuve. Sentí que mi mutismo psicológico había sido feliz en un pequeño intervalo de mi niñez y que con el paso del tiempo, siempre hay detalles que deben quedar dentro de nosotros.
Ha sido un placer,
gracias.
Tan cierto como la vida misma, gracias Arturo por compartir esa experiencia.
Mi tio le hiZo un agujero en la boca y le dio de comer metiendole hierba y dandole agua,al rato surtido efecto y se le reventó la barriga....En mi caso mi caballo lo llevaba a todas partes y volviendo y de Olveré a,nuestéo pueblo de la Sierra de Cadiz mi madre consideró q el caballo estaba muy viejo ya q le salian unos alambres y podia hacerme daño,asi q mientras dormia en el viaje y pararon para abandonar a mi cavalgadura en la carretera.Cuando desperté imaginaos mi deseperación
Yo tendría ocho años. Mi hermano Pedro era un año menor que yo pero conservaba la inocencia de un niño de cinco años. A él siempre le habían gustado más que a mi los animales. Aquellas navidades los Reyes le pusieron un precioso caballo. Era negro, sin plataforma de madera, con ruedas, pelo de verdad y ojos de cristal. Él lo cuidaba y mimaba como si estuviera vivo. Todas las tardes, antes de cenar, en el ratito que nos permitían ver la televisión, Pedro iba a buscar su caballo a su habitación y lo acomodaba a su lado para que su caballo también pudiera verla. Mientras nosotros disfrutábamos de “Las aventuras de Rin Tin Tin” o de “Viaje al fondo del mar”, el iba a la cocina a buscar un cubito pequeño y se lo ponía alrededor del cuello para que el caballo bebiera. Mi madre le decía “ Pero Pedriño, ¿no ves que el caballo no es de verdad?, ¿que no puede ver la televisión ?”. El la miraba con aquella candidez que tuvo siempre mi hermano Pedro y con los ojos a punto de saltársele las lágrimas le contestaba “ Ya lo se mamá, no soy tonto, pero déjame que lo siga haciendo …. por si acaso”.
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