Han pasado un par de semanas, pero no lo olvido. Memoriae duplex virtus, etcétera, como decía uno de aquellos fascistas –nacido en Calahorra, por cierto– que en el siglo I, antes de tanto derecho pseudohistórico y tanta cutrez provinciana, llamaban ya Hispania a esta casa de putas. Me refiero a la pintoresca declaración institucional con la que, en el aniversario del 23-F, nos obsequió el Congreso. Es digno de recuerdo el párrafo donde nuestros hombres públicos, en un ejercicio de fastuoso onanismo político, atribuyen el fracaso del golpe de Estado, por este orden, al comportamiento responsable de los partidos políticos y los sindicatos, en primer lugar, y luego a la Corona y a las instituciones gubernamentales, parlamentarias y municipales. Como saben ustedes, el párrafo resultó de una modificación del texto original, donde se reconocía el papel decisivo del rey como jefe de las fuerzas armadas, al ponerlas del lado de la democracia con su discurso por la tele. Pero por presiones de dos partidos minoritarios, uno catalán y otro vasco, el Congreso decidió rebajar el papel monárquico y meter a todo cristo en el baile, afirmando que el mérito no fue del rey, sino del conjunto. O sea. De los políticos españoles, valerosos demócratas aquel día, unidos como un solo hombre y –hoy no me llamarán machista esas perras– como una sola mujer.
Habría sido precioso, de ser cierto. Comprendo que nuestra infame clase política, acostumbrada a reinventar España según cada coyuntura de su oportunismo y su desfachatez, quiera pasar a la Historia con esa tierna milonga de la liberté, la egalité y la fraternité defendida el 23-F como gato panza arriba. Pero están mal acostumbrados. Esto no es tan fácil como inventarse reinos y naciones que nunca existieron, o independencias ancestrales de ayer por la tarde, ocultando por otra parte realidades ciertas como la España romana, o la visigoda. Cuando deformas la memoria histórica, el truco puede funcionar con los tontos, los ignorantes y los que no quieren problemas. La gente ya no se acuerda, o no sabe. Pero otra cosa es manipular hechos que todos hemos vivido y recordamos perfectamente. Y eso es lo insultante. Que sólo veinticinco años después, esta gentuza nos considere tan olvidadizos y tan estúpidos.
Aquel día, la democracia y la libertad sólo las defendieron una cámara de televisión encendida, los periodistas que cumplieron con su obligación –fueron tan torpes los malos que sólo silenciaron TVE y Radio Nacional–, unos pocos representantes gubernamentales que estaban fuera del Parlamento, y sobre todo el rey de España, que, por razones que a mí no me corresponde establecer, se negó a encabezar el golpe de Estado que se le ofrecía, ordenó a los militares someterse al orden constitucional y devolvió los tanques a sus cuarteles. El resto de fuerzas políticas y sindicales, autonómicas y municipales, salvo singulares y extraordinarias excepciones, se metieron en un agujero, cagadas hasta las trancas, y no asomaron la cabeza hasta que pasó el nublado. Quienes velamos esa noche ante el palacio de las Cortes sabemos que, aparte de ciudadanos anónimos, negociadores gubernamentales y periodistas que cumplían con su obligación, nadie se echó a la calle para defender nada hasta el día siguiente, cuando ya había pasado todo –lanzada a moro muerto, se llama eso–. Y respecto a los sindicatos, su único papel fue el de los carnets rotos con que atrancaron los retretes de toda España. En cuanto a la digna integridad constitucional que ahora se atribuye el Congreso, lo que pudo ver todo el mundo por la tele, y eso no hay chanchullo que lo borre, fue a los ministros y diputados tirándose en plancha debajo de sus escaños para quedarse allí hasta que se les permitió levantarse de nuevo –aún entonces siguieron mudos y aterrados–, con tres magníficas excepciones: Santiago Carrillo, que fumaba cada pitillo creyendo que era el último, el presidente Suárez y el anciano general Gutiérrez Mellado. Y cuando éste, fiel a lo que era, se enfrentó forcejeando a los guardias civiles, y el miserable Tejero, pistola en mano, intentó, sin éxito, tirarlo al suelo con una zancadilla, el único hombre valiente entre todos aquellos cobardes que se levantó para socorrerlo, fue Adolfo Suárez. A quien, por supuesto, España pagó y paga como suele.
Así que menos flores, caperucitas. En lo que a mí se refiere, nuestra heroica clase política puede meterse la poco elegante declaración institucional del otro día donde le quepa. Que imagino dónde le cabe.
12 de marzo de 2006
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