El gesto de ternura es natural, sereno. Una mano acariciando la del otro casi con descuido. No furtiva, sino discreta. Los miro con atención y agrado. Es bueno que la gente se quiera, me digo. Son dos treintañeros correctísimos, el aire educado. Uno de ellos –el que acaricia la mano del otro–, muy bien parecido. Visten ropa deportiva pero buena, con un puntito de clase. El cabello lo llevan muy corto. Sobre la mesa, junto a los cafés y las medias lunas, hay un libro cuyo título no alcanzo a distinguir y una guía turística de la ciudad. Hablan bajo, en francés, y observan a la gente que pasea por la Recoleta, entre el café La Biela y la terraza. Es la segunda pareja de homosexuales que veo esta mañana, y la duodécima, o así, en los cinco días que llevo en Buenos Aires. Los he visto paseando por San Telmo, sentados en una taberna de la Boca, siguiendo admirados y atentos, en un local nocturno de Florida, las evoluciones de los tanguistas sobre el escenario. Gente mesurada, observo. Sin estridencias. Y eso me gusta. Una mariquita escandalosa incomoda tanto como un macho brutal y cervecero dando voces en la barra de un bar. Cosa de gustos. Se lo hago notar a Fernando Estévez, mi editor local y mi amigo desde hace diez años. Os estáis homosexualizando mucho por aquí, chaval, le digo. Aunque en plan bien. Cada año veo más parejas así. Gente agradable y guapa. O quizá guapa de puro agradable.
Fernando, que es heterosexual y bellísima persona, me mira inquieto, sin comprender. Por fin observa a la pareja, me ve sonreír, y sonríe a su vez, bonachón. Es lindo verlos así, tranquilos, ¿no?, dice. Le respondo que sí, que es lindo y tranquilizador. Además, de ese modo se despejan un poco las calles de Venecia, añado. Que ya están muy concurridas. Así que celebro que también aquí se apechugue con el asunto. Entonces Fernando me cuenta lo que sabe, poniéndome al día. En los últimos tiempos, Buenos Aires, esta ciudad bella y asombrosa –eso sí, a doce malditas horas de avión de Madrid–, se ha convertido en destino grato para parejas homosexuales con poder adquisitivo razonable. La guía GayBA 2006 señala centenar y medio de lugares amistosos, incluidos restaurantes, bares, salas de baile, milongas y una emisora de radio. También acaba de salir Guapo, una revista con ambiciones –en Argentina, la palabra guapo todavía define al bien plantado, animoso y valiente–, y aunque aquí no hay un barrio gay concreto como en Nueva York, París o Madrid, está prevista la construcción de un hotel de cinco estrellas especializado –el grupo es español, por cierto– en San Telmo, barrio popular lleno de tradición y vinculadísimo al tango: baile que, por historia y por estética, fue siempre uno de los grandes mitos del público homosexual. Además, ésta es una ciudad de precios adecuados para los visitantes, con oferta cultural abrumadora –librerías, bibliotecas, exposiciones, música, museos– y una vida nocturna llena de posibilidades y entretenimiento. Sin contar el hecho incuestionable de que en ningún lugar de América se ven tantos hombres y mujeres atractivos por metro cuadrado, y de que los argentinos son buena gente, parlanchines, amables y hospitalarios, excepto –ni siquiera los porteños son perfectos– cuando hablan de fútbol o de política. Por eso el número de turistas homosexuales en Buenos Aires se ha triplicado, dicen, en los últimos años; y ahora supone el veinte por ciento del turismo total. En su mayor parte son norteamericanos y europeos. ¿Y las mujeres?, pregunto. ¿Qué hay de ellas? Fernando encoge los hombros. También vienen mucho, responde; pero ésas arrastran más complejos que los hombres. Procuran pasar inadvertidas, quizá porque todavía les cuesta mostrar su homosexualidad. El machismo social, o el temor a éste, hacen que a dos señoras se les haga más cuesta arriba pedir, en un hotel, una cama de matrimonio. ¿Comprendes? Aunque todo se andará.
Mientras Fernando Estévez me cuenta todo eso, sigo observando a los dos hombres sentados en la mesa cercana. Al fin, cuando uno de ellos me mira, le sostengo la mirada porque no parezca rechazo descortés, y al cabo de un instante la aparto, para que tampoco piense –cada cual tiene sus opciones– que tocamos la misma tecla. Y me gustaría poder decirle de algún modo que, pese a todo, está bien. Que me alegra infinito que él y su compañero estén hoy aquí, juntos, serenos y afortunados. Haciendo, en la parte que les toca, más hermosa esta mañana de sol en la querida Buenos Aires.
11 de junio de 2006
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