Le hago la señal al taxi al ver su lucecita verde y el cartel de Libre, y un segundo después compruebo que hay otra persona en el asiento contiguo al conductor: una joven rubia. Demasiado tarde para dejar que el vehículo siga adelante, pues se detiene. No es frecuente, pero ocurre: subir a un taxi a cuyo conductor acompaña, durante parte del trayecto, un pariente, novia, esposa o lo que sea. No es agradable, pero tampoco hay mucho que objetar. Rechazarlo sería descortés. Así que, resignado, abro la portezuela, doy los buenos días y me acomodo en el asiento posterior. «A Felipe IV, número 4», apunto. Luego abro el catálogo de una librería de viejo que acabo de recibir. «Azaña, Manuel. La invención del Quijote y otros ensayos. 20 €», empiezo a leer. El taxi arranca.
A los quince segundos comprendo que he cometido un error. Por los altavoces suena un bakalao estremecedor, pumba, pumba, que retumba en mi caja torácica. El taxista es joven, de la variedad macarra madrileña en versión posmoderna, tatuajes y actitudes incluidas, que conduce a base de frenazos bruscos y golpes de volante, saltándose carriles mientras me zarandea de un lado para otro. Por si fuera poco, está encabronado con su novia, que es la rubia que va en el asiento de al lado, delante de mí, con el pelo largo agitándose a un palmo de mi nariz a causa del viento que entra por la ventanilla abierta. «Te digo que no passsa nada», repite él una y otra vez, mientras la torda le pone morros y lo llama cabrón por lo bajini. «Y a esa tía –añade el taxista, sin especificar nombres– le voy a dar dos hostias por bocazas.» A tales alturas, el drama humano que se desarrolla a cuatro palmos de mis orejas impide que me concentre en el catálogo. «Conyers, Frank. Manual del tintorero y quitamanchas, 25 €», leo distraído. De pronto, el taxista hace otra maniobra brusca, frena, acelera, me doy contra el asiento de la rubia y pasamos por centímetros entre un autobús municipal y un mensaka en moto. «No tengo ninguna prisa», le digo con rintintín –o como se diga– al taxista, que ya me tiene algo acojonado. «¿Qué?», responde el fulano, mirándome por el retrovisor. «Dice que no corras tanto, gilipollas», le aclara la pava, flemática. «¿De qué vas, tía?», inquiere hosco el fitipaldi, mirándome de nuevo por el retrovisor como si me atribuyera toda la responsabilidad de la crisis. Me sumerjo de nuevo en el catálogo, o lo intento. «Marañón, Gregorio. Raíz y decoro de España. 40 €.» Hay que joderse, me digo. Hay que joderse.
Quince frenazos, ocho golpes de volante y veintisiete zarandeos más tarde, con el bakalao haciendo pumba, pumba, un tímpano descolgado y el otro flojo, y mientras la discusión entre la rubia y su prójimo sube de tono –ahora mencionan a un tal Paco y a la madre de ella, que por lo visto se llama Encarni y vive en Leganés– una maniobra absolutamente infame de mi taxista favorito hace que el conductor de una furgoneta increpe áspero a mi primo el bielas. Desde mi privilegiado lugar de observación asisto, casi en primera línea de fuego, al intercambio verbal entre el taxista y el furgonetero, que tiene un aspecto inmigrante del tipo Machu Pichu de toda la vida. «¡Vete a cagar, panchito!», sugiere el castizo. «¡Hijoputa!», responde bravo y sin achantarse el otro, que ya domina con soltura –todo es ponerse a ello– la dialéctica nacional. El taxista hace amago de bajarse, pero la rubia lo contiene. Arrancamos de nuevo. Otro acelerón. «Mussolini, Benito. La revolución fascista. 35 €.» El catálogo se me cae al suelo. Al duodécimo frenazo tras el incidente de la furgoneta, bailan las letras y hace un calor que se muere la perra. Tiene huevos: empiezo a sentir náuseas, yo que presumo de no haberme mareado nunca y comerme, en la mar procelosa, temporales crudos y sin pelar. Mientras lucho por no largar la pota y arrimo la cara a la ventanilla abierta para que me dé el aire, el pelo de la rubia, agitado por el viento –seguimos circulando a toda leche mientras ellos discuten a grito pelado–, me roza las napias con muchas cosquillas. Estornudo como un descosido, hasta dislocarme el esternón. Y no llevo encima un maldito clínex. «¿Resfriado?», interroga la rubia, volviéndose solícita. «Alergia», respondo moqueando, a punto de echarme a llorar.
Frenazo. Fin de trayecto, gracias a Cristo. «Felipe IV, caballero.» Les arrojo el precio de la carrera y salgo del taxi de estampía, cual morlaco desde toriles, cayendo en los brazos acogedores de un conserje de la RAE. Y con chirrido de neumáticos –llevándose el catálogo, que con las prisas he olvidado en el asiento–, el taxista arranca y se pierde con su churri, haciendo pumba, pumba, tras el casón del Buen Retiro.
17 de junio de 2007
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