Desde que Alfonso, cerillero y anarquista, ya no monta guardia junto a la puerta del café Gijón, no juego a la lotería, ni a nada que tenga que ver con el azar, excepto cuando me acorralan por Navidad y en momentos así. Ahora sólo palmo cada diciembre en algún bar de la esquina, o con los conserjes que esperan emboscados junto al perchero del vestíbulo de la Real Academia, relamiéndose como francotiradores implacables, los malditos, para preguntarme cuántas participaciones quiero. Y no se trata de alergia a gastar viruta, sino de simple falta de fe. A diferencia de algunos conocidos míos, habituales del décimo o del cupón, y aunque uno de mis mejores amigos regenta un negocio de lotería en Burgos y otro vende cupones de la ONCE en la esquina de la librería de El Corte Inglés, en la Puerta del Sol, nunca confié en el golpe afortunado que de la noche a la mañana, alehop, soluciona la vida. Ignoro cómo funcionan la bonoloto o el euromillón –ni siquiera sé si son lo mismo–, y carezco de experiencia en marcar o rascar. Si me ponen una quiniela en la mano, no sé qué hacer con ella; entre otras cosas porque, a diferencia de Javier Marías, que es del Real Madrid –cada cual tiene sus perversiones–, tampoco de fútbol tengo la menor idea. De máquinas tragaperras, ni les cuento. Todos esos botones, luces, colores y músicas me agobian lo que no está en los mapas. Juro por el Cangrejo de las Pinzas de Oro que con tales artilugios me siento tan desconcertado y receloso como un político español delante de un libro. Del que sea. De cualquier libro.
Me gustan mucho, sin embargo, los vendedores ambulantes de lotería. Me refiero a los tradicionales, especie que considero en franca extinción. A lo mejor, si me interesan es porque resulta cada vez más raro tropezárselos en su aspecto clásico. Cambian las costumbres de la gente, claro. No somos los mismos. Ni siquiera nos damos los buenos días como hace diez, veinte o treinta años. A veces ni siquiera nos los damos. También cambia el tipo de relación social que hace posible ciertas cosas y descarta otras. A menudo eso ocurre para bien, y a veces para mal. En lo que a vendedores de lotería de toda la vida se refiere, los que callejean ofreciendo sus décimos, hay ciudades, sobre todo hacia el sur de España, donde todavía es posible verlos en su estado puro, habitual, de siempre. En Sevilla y Cádiz conozco a un par de ellos, aplomados profesionales de lo suyo, a los que alguna vez incluso he seguido un trecho, observando con interés casi científico su modo de abordar a los clientes. En Madrid también es posible dar con ciertos ejemplares impecables en los bares taurinos, o que antaño lo fueron, como el Viñapé y algún otro de los que están entre la plaza de Santa Ana y la Puerta del Sol. Cuando estoy con una caña en la barra y los veo entrar, casi me pongo en posición de firmes. Palabra. Me gusta el modo antiguo, mezcla de familiaridad y respeto, con que se dirigen al personal, sus décimos por delante, sin molestar nunca. Prudentes y con ojo avezado, experto, sabiendo a quién y cómo. Actúan sin descomponerse, cual si tomaran prestadas las maneras de las fotos de toreros que hay en las paredes, junto al cartel de tal o cual feria de San Isidro. Perfectos en lo suyo, profesionales, sin tutear jamás, aceptando una negativa con la misma dignidad con la que puede aceptarse una honrada propina. A fin de cuentas, son ellos quienes le hacen un favor al cliente.
El otro día encontré a uno de esos vendedores de lotería donde menos lo esperaba: el pequeño y venerable bar-restaurante La Marina, junto al puerto pesquero y la lonja de Torrevieja. Estaba yo comiendo huevas a la plancha cuando lo vi entrar con sus décimos, silencioso, el aire grave. Iba despacio de mesa en mesa, sin molestar a nadie. Decía buenas tardes, aguardaba cinco segundos e iba a otra mesa. Algunos comensales ni se molestaban en levantar la cabeza del plato. Al fin se detuvo a mi lado. Era un fulano serio, agitanado. Vestía chaqueta, corbata y zapatos relucientes. También se tocaba con sombrero, lucía anillo grueso de oro en la mano con la que mostraba la lotería y llevaba el bigote recortado, muy formal. Cinco cigarros habanos asomaban por el bolsillo superior de su chaqueta. La estampa y las maneras resultaban irresistibles, así que dije: «Deme un décimo». Lo cortó solemne, cobró, le pedí que conservara el cambio, se tocó el ala del sombrero y dijo: «Gracias, caballero». Luego se fue andando muy erguido y muy despacio. Impasible. Torero.
No recuerdo lo que hice con el billete de lotería, ni dónde lo guardé. Qué más da. Comprenderán ustedes que eso era lo de menos.
3 de junio de 2007
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