Una vez, hace ya algunos años, estuve a punto de darme de hostias con un periodista de la prensa guarra porque me llamó compañero. Salía de cenar con una supermodelo francesa –absolutamente tonta del culo, por cierto– que estaba a punto de rodar una película sobre una historia mía, y un fotógrafo al acecho en la puerta del restaurante quiso inmortalizar el momento, no porque yo fuese carne de ¡Hola!, sino porque la pava lo era, y mucho. Que me sacaran a su lado no me hacía feliz, pero tampoco cortaba mi digestión. Son gajes del oficio. Lo que me quemó el fusible fue que, ante mi mala cara y poca disposición a colaborar, el paparazzo me dijese: «Parece mentira, tú que has sido compañero». Ahí me tocó, como digo, la fibra. Y siguió un pequeño incidente que podríamos resumir en mi comentario final: «Yo era un buitre cabrón como tú, pero un buitre cabrón honrado. Nunca anduve fisgando coños, y a ti nunca te vi en Beirut o en Sarajevo. Así que no hemos sido compañeros en la puta vida».
Me acordé el otro día de eso, viendo la tele. Un temporal de levante había tumbado un pesquero a quince millas de Barbate, llevándose a siete u ocho tripulantes, y las familias aguardaban en el puerto para averiguar los nombres de los supervivientes. Había allí un centenar de personas angustiadas e inmóviles, mujeres, hijos, hermanos, padres y compañeros, esperando noticias con la entereza resignada y silenciosa de la gente de mar. Entre ellos se movía en directo una reportera de televisión, y las palabras se movía son exactas. No es que esa reportera se limitara, como se espera de su oficio, a informar sobre la tragedia con aquellas atribuladas familias como fondo, o muy cerca. A fin de cuentas, tal es el canon: una cosa sobria, elocuente, respetuosa, a tono con las trágicas circunstancias y el ambiente. Pero ocurría todo lo contrario. De acuerdo con las actuales costumbres de la frívola telebasura, la reporteriz bailaba, casi literalmente, entre aquella pobre gente, yendo de un lado a otro con saltarín entusiasmo. En vez de informar sobre la desaparición de unos marineros arrastrados por el mar, parecía hallarse, muy suelta y a gusto, en un plató de sobremesa, en el estreno de una película o en una pantojada cualquiera del Qué Me Cuentas o el Corazón De Entretiempo.
Les juro a ustedes que yo no daba crédito. No es ya que la torda fuese vestida y maquillada como quien sale de la redacción dispuesta a darle el canutazo a Jesulín de Ubrique, a Carmen Martínez-Bordiú o a Rappel en tanga de leopardo. No es, tampoco, que el tono de su información, en vez de contenido y respetuoso como exigía el drama de esa gente –entre la que había una docena de viudas y huérfanos–, fuese chillón, superficial y marchoso en plan yupi, coleguis, como para darle vidilla al directo y animar a los telespectadores a enviar mensajes para ganar un viaje a Cancún. Es que, además, aquella prometedora joya del periodismo a pie de obra iba metiendo la alcachofa de corro en corro sin el menor pudor. Mas no crean ustedes que la desanimaban silencios o negativas expresas, ni se echaba atrás ante quienes le volvían la espalda negándose a hablar, como ocurrió con un tripulante que había tenido la suerte de no embarcar en el pesquero perdido: hasta tres veces tuvo que decir, el hombre, que no quería comentar nada de nada. Porque, fiel a las maneras impuestas en los últimos tiempos por el infame callejeo de la telemierda, la periodista no se desanimaba ante silencios o negativas expresas, sino todo lo contrario: parecía dispuesta a que esa tarde la ficharan, a toda costa, para el Cuate qué Tomate. Crecida en la adversidad, inasequible al desaliento, seguía moviéndose de acá para allá en busca de testimonios vivos para justificar el directo, como si en vez de en un velatorio marino se encontrase acosando a cualquier pedorra y a su macró en el aeropuerto de Málaga. Y el momento culminante llegó cuando, tras localizar a alguien dispuesto a decir ante la cámara que su hermano estaba vivo y a salvo, la reportera casi dio saltitos de alegría, compartiendo a voces la felicidad de aquella familia como si acabara de tocarles el gordo de Navidad. Todo eso, a dos palmos de las caras hoscas de todas aquellas viudas, huérfanos y parientes cuyo décimo salía sin premio.
Pero, la verdad. Lo que más me sorprendió fue que nadie le arrancara a aquella reportera dicharachera de Barrio Sésamo la alcachofa de la mano, y se la encajara en la bisectriz. Será que la tele impone mucho, o que la gente humilde es muy sufrida. Sí. Debe de ser eso.
23 de septiembre de 2007
1 comentario:
Es triste ver cómo el periodismo ha ido degradándose durante los últimos años hasta caer en lo más bajo en la mayoría de los casos, puesto que los periodistas no son en absoluto profesionales sino dicharacheros ridículos al servicio de las cadenas a las que lo único que interesa es lo que mejor vende: los cotilleos y, en general, toda la bazofia que podemos ver en las diferentes cadenas a lo largo de todo el día. Mientras tanto, los periodistas profesionales, los que de verdad valen han sido destituidos por esos personajes que vemos cada día.
Y es que lo que interesa es la audiencia y el negocio, aunque para ello tengamos que soportar a estos monos de feria que no conocen el significado del respeto.
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