Tengo un amigo que es picoleto de los de toda la vida. Guardia Civil caminera o como se diga ahora, si es que se dice. Rural, me parece. En Extremadura. Quiero decir que no va en moto, ni es de los que Tráfico relega a la pasiva e indigna tarea de esconderse tras una curva a ver si le hacen una foto a alguien; y si ese alguien paga una multa tres meses después –da lo mismo a quién atropelle o desgracie hoy– el Estado trinca su viruta y respira satisfecho. Precisamente de eso, tomando una caña hace unos días, se quejaba mi amigo. Mucho radar en autovía y autopista, mucha campaña recaudatoria de Tráfico, mucho anuncio en la tele y mucho marear la perdiz, decía. Pero eficacia y medios reales que eviten tragedias concretas, un carajo. Por ejemplo: si vamos de servicio y observamos a un conductor que lleva una tajada de campeonato, no tenemos ni medios ni autoridad para comprobarlo. Sólo podemos decirle quieto ahí, y llamar al equipo de Atestados de Tráfico. Ellos vienen, realizan la prueba de alcoholemia, se sanciona si corresponde, y si el fulano va muy para allá, se lleva al juez y ya está. ¿Me sigues, colega? Bueno, pues no. Esto no es lo que ocurre realmente. Y te voy a decir por qué.
En ese momento –supongo que para darle suspense, porque es lector de novelas policíacas, y les ha cogido el tranquillo–, mi amigo el cigüeño pide otras dos cañas y espera a que las pongan sobre el mostrador. Entonces bebe un sorbo, me mira al fin, y sigue. El porqué, añade, es muy simple. En mi zona no hay más que un equipo de Atestados, que no da abasto. Puedes creértelo. Y como siempre hay cosas más gordas que un conductor pasado de copas, imagínate. La pareja dos o tres horas con el prójimo, esperando, mientras a éste se le pasa la jumera y se cabrea poquito a poco; los hay que hasta piden un abogado. Y nosotros allí, parados sin poder atender otras incidencias, con los colegas mentándonos a la madre por el walki; y, encima, aguantando impertinencias del trompa. Que, según como la lleve, puede quemarte la sangre no imaginas cómo. Conclusión: vas por ahí rezando para no encontrarte con esa clase de conductores, aunque suene triste. Y si no tienes más remedio que parar a uno, al fin terminas recurriendo a alguna argucia legal para depositarle el vehículo y apartarlo un rato de la circulación, sancionándolo por algo que le quite puntos del carnet. Para entendernos: jugándote el culo con maniobras orquestales en la oscuridad, a veces eficaces pero nunca deontológicas.
Conclusión –prosigue el guardia, con el labio superior manchado de espuma cervecera–: o eludes tu deber, o te la juegas. Con lo fácil que sería dotar a las patrullas de etilómetros sencillos, sin tanta parafernalia ni trámite, y que una simple comprobación de síntomas, estilo norteamericano, fuera suficiente para levantar a uno de esos asesinos en potencia dos palmos del suelo y cantarle las cuarenta. Si hay alcohol, el que sea, pues para adelante, en vez de tanta gilipollez de etilómetros de precisión, análisis de sangre y garantías que no sé qué carajo garantizan, excepto la impunidad del borracho. Como si no se le fuera a uno el coche por miligramo más o miligramo menos, ni se viera con claridad cuándo un tipo echa el aliento y te funde la visera de la teresiana. Y luego está lo de las sanciones, que es de risa. Con lo simple que sería una legislación más realista y dura: al que conduce sin carnet, trena. Al que atropella a otro estando mamado, trena. Pero de verdad, de larga duración. Y si el infractor es emigrante, expulsión automática del país una vez cumplida la condena. Porque ésa es otra: de cómo van algunos de colocados al volante, con lo que les gusta soplar a ciertos americanos, no tiene huevos de hablar nadie en público. Con el resultado de que aquí todos somos muy tolerantes y muy propensos a garantizar el derecho de cualquiera a ponerse ciego, muy demagogos y muy tontos del culo, hasta que uno se salta la mediana y nos mata a nuestra mujer embarazada y a nuestros niños. Entonces sí. Entonces pedimos mano dura.
Tras decir todo eso, mi amigo el picolo se queda pensativo, apoyado en la barra. Le propongo otra birra pero dice que no, que ya vale. Y mueve la cabeza –lo de la mujer embarazada sé que lo ha dicho porque tiene a la suya preñada de cuatro meses–. De pronto me mira y añade: «¿Sabes cómo se combate de verdad el alcohol en la carretera?… Haciendo que cada vez que un cabrón mamado ve a la Guardia Civil, se cague vivo. Pero vete a decirle eso a un político».
12 de agosto de 2007
3 comentarios:
Yo estuve a punto de llamar a la policía en una ocasión en que volvíamos del trabajo con el encargado borracho como una cuba conduciendo. Me la había jugado una vez, nunca mejor dicho, poner mi vida en manos de un superior prepotente y de lengua fácil, pero me dije que a la siguiente no me pillaría, así que metí en mi móvil la matrícula del vehículo, y en cuanto parásemos en un bar y el tío se pusiera morado, yo me encerraría en el baño con una excusa y llamaría a la policía de forma anónima, dando situación, hora, carretera, dirección, matrícula, modelo y color del vehículo, e incluso descripción física del sujeto alcoholizado y probablemente conductor. Rogando de paso que la parada forzosa tuviera apariencia de control rutinario y aleatorio, porque me jugaba mi puesto de trabajo...
Afortunadamente no se repitió, pero no porque el individuo entrara en razón y dejara de hacer el bestia, sino por azar laboral: me destinaron a otra obra, sin que esto tuviera nada que ver.
Pero la intención sí la tuve.
Si, si falta de medios...Lo tiene bien fácil el picoleto reteniendo el vehículo. La solución de que se caguen al ver el uniforme? Delirante. Ante cualquiera q lleva un arma de fuego ya nos chinamos y si el que va beodo es un pico? Vaya alternativa la de su amigo.
Pues yo creo que estos controles provocan más accidentes de los que evitan, aunque esto que digo seguramente genere polémica.
Tengo tb un amigo GC y me ha comentado que claro que las multas tienen ánimo recaudatorio, de hecho corroboró esa información que salió hace tiempo de que les pedían un "cupo" de multas. Las propias asociaciones policiales se quejaron, con razón, porque los policías pasaban a convertirse en recaudadores de impuestos.
Y lo que confiesa el colega de Reverte de que hacen "apaños" bordeando la legalidad me parece muy fuerte. El policía debe cumplir, no interpretar la ley. Si no puede hacer nada, se aguanta, pero se me erizan los pelos cada vez que escucho algo así, ¿cómo podemos confiar en que se respete la Ley si los primeros en vulnerarla son sus supuestos garantes?
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