Veinte años en la calle, celebran hoy quienes desde hace quince me albergan. Y pues de aniversarios estamos, acabo de calcular que éste es mi artículo número setecientos cincuenta. En lo que a mí se refiere voy a ahorrarles a ustedes hacer balance extenso del asunto, porque hace casi un año, con motivo del número 1.000 de XLSemanal, ya dediqué folio y medio a contar por qué sigo aquí dando la brasa: porque me lo paso de muerte dando escopetazos –¿Acaso no se mata a los caballos?, novela de Horace McCoy llevada al cine bajo el título Danzad, danzad, malditos–, porque hay cartas entrañables de lectores que me obligarían a seguir frecuentando mi particular e imaginario bar de Lola aunque se me fueran las ganas, y porque la gente que me publica esta página ha demostrado con creces, durante esos largos y movidos quince años, una lealtad a toda prueba. Y cuando digo a toda prueba quiero decir exactamente eso: libertad en plan tú mismo y ahí está el Código Penal, y lealtad a prueba de damnificados vociferantes, publicitarios o anunciantes sedientos de sangre, políticos de Cómo Permitís Que Ese Cabrón, paletos de campanario, neohistoriadores de pesebre, falangistas de correaje, comisarios de checa de Bellas Artes, meapilas de Camino Verde Que Va a La Ermita, imbéciles de género y génera, y feminatas desaforadas con la pepitilla seca o hecha un lío. No sé si me explico. Ni si olvido algo.
Lo que me gustaría hoy, ya puestos a dedicar esta página, como me han sugerido, a celebrar el cumpleaños feliz, es dedicar un saludo de agradecimiento a quienes trabajan en el envés de la trama, y también a los compañeros con quienes comparto, o compartí en tiempos pretéritos, el trabajo en esta revista dominical, colorín o como se llame. A estos últimos, los de ahora, los conocen ustedes, pues basta con pasar las páginas para encontrar sus nombres, incluido el del cartero que me sufre. Así que también se los ahorro. Resulta estupendo, gratificante y educativo compartir papel con casi todos, incluido Paulo Coelho, que pese a sus esfuerzos místicos no ha logrado todavía hacerme ver la luz; pero lo mismo cualquier día uno de sus artículos me enciende la bombilla y me voy al Tíbet. Nunca se sabe. Otros colegas ya no teclean aquí, pero con algunos llegué a pasar buenos ratos echando pan a los patos. No puedo olvidar, entre ellos, a Ángeles Caso, a Marina Mayoral, a Antonio Muñoz Molina y sobre todo a Javier Marías, el perro inglés con quien precisamente la vecindad de página fraguó una amistad pintoresca, singular, que perdura aunque cada uno de nosotros curre ahora en diferentes pastos. La mejor prueba de esa amistad reside en el hecho insólito de que, cuando yo escribo aquí un artículo que desagrada a alguien, las hostias se las lleva él. Lo que, dicho sea de paso, me encanta. Los amigos están para eso. Para buscarles la ruina.
En cuanto al revés de la trama, como les decía, el agradecimiento es obligado. Si aquellos de ustedes a quienes apetece ver con qué se descuelga cada domingo el amigo –o no amigo– Reverte han podido hacerlo durante setecientas cincuenta semanas consecutivas, sin faltar ni una sola pese a viajes, vacaciones y demás, es porque un equipo de gente estupenda, algunos de cuyos nombres nunca aparecen impresos en estas páginas, se ocuparon de que así fuera. Profesionales rigurosos, lo mismo amigos fieles que mercenarios con pundonor profesional, todos ellos se mantuvieron en contacto por fax o internet para facilitarme los envíos, ajustaron textos, los administraron celosamente cuando llegaban cinco o diez de golpe porque yo pensaba desaparecer una temporada, detectaron erratas por mí inadvertidas, las corrigieron in extremis cuando los telefoneaba para decir: oye, acabo de acordarme de que en la línea tal he escrito ‘subnormal’ con uve. Y cosas así. De esa fiel infantería anónima no olvido ni a los que se fueron ni a los que están: Antonio José, Mercedes Baztán, Rufi, Juan José Esteban y los demás. Buenos chicos, magníficos periodistas. Sin ellos, esta página sería imposible.
Y, bueno. Eso es más o menos lo que quería apuntar hoy: que dos décadas son edad honorable, digna de ser celebrada. En cuanto a la tarta de cumpleaños, decir que ojalá dentro de otros veinte años sigamos viéndonos todos aquí, juntos y con mecheritos en alto, me parece una gilipollez. Así que no lo digo. Yo, desde luego, no tengo la menor intención de acudir a la cita. Ni a ésa, ni a ninguna otra. Eso no es obstáculo, u óbice, para desear que XLSemanal, o como diablos se llame para entonces –ya saben, toda esa murga de la renovación periódica y el diseño–, doble con absoluta felicidad la edad venerable que hoy festeja. Es un honor escribir aquí. Palabra.
18 de noviembre de 2007
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