Pongo la moneda de plata encima de la mesa y Jorge Hernández la mira sin comprender al principio. «Te la debo desde hace dos siglos y medio», digo. Jorge la agarra y la estudia, aún desconcertado, dándole vueltas entre los dedos. Es una pieza de ocho reales, de plata mejicana, acuñada en 1769. «Ya es hora de que vuelva a su dueño», aclaro. Entonces Jorge, al fin, comprende y sonríe. Híjole. La plata de Tasco, o de por allí. Me da un abrazo. «Será muy valiosa», dice. Yo me encojo de hombros. «De ti depende –respondo–. Vale lo que tú quieras que valga».
Estamos comiendo en un restaurante de Madrid. A Jorge no se le nota huella ninguna de las cuatro horas que pasó anoche en un escenario de Madrid, con sus hermanos pequeños, los Tigres del Norte: el grupo norteño más famoso del mundo, pionero del narcocorrido y de la canción social de la frontera, cuya inmortal Contrabando y traición –la historia de Camelia la Tejana– empezó un género musical que hoy es cumbre del folklore mejicano, fenómeno cultural capaz de conseguir que Jorge y sus hermanos llenen de público el Estadio Azteca, o congreguen en sus conciertos al aire libre a cien mil personas que corean sus canciones porque las saben de memoria. Yo también las coreé anoche en Madrid. Estuve entre el público, a mis años y con la mili que llevo a cuestas, gritando «Sinaloa» en las pausas musicales, voceando la letra de Pacas de a kilo, de Jefe de Jefes, La reina del Sur, La mesera o Somos americanos, entre los aficionados españoles y la comunidad de México en Madrid, algunos de cuyos miembros vestían, para la ocasión, sombreros y botas de piel de iguana, y agitaban banderas de su país, emocionados hasta la locura cuando Jorge, con su acordeón, sombrero alzado en la mano, cantaba aquello de: «Indios de dos continentes / mezclados con español / somos más americanos / que el hijo de anglosajón».
Me gusta escuchar a Jorge –es muy inteligente y narra como nadie, por eso canta novelas de tres minutos– cuando confirma, con el tono sencillo de la buena gente de su tierra, que pese a treinta años de éxitos y dinero no ha olvidado su infancia de niño pobre en Rosa Morada, Sinaloa, donde empezaba el colegio el 20 de septiembre porque el 15 sólo iban los chamacos que podían pagarse el uniforme. Cuando cuenta cómo aprendió a tocar el acordeón buscando en él las notas que hacía sonar en la guitarra. Cuando recuerda que empezó a cantar con ocho o nueve años por cantinas y burdeles, a veinticinco centavos canción, entre mesas manchadas de mezcal y tequila donde borrachos y putas fueron su primer público –ellas lo escondían bajo sus faldas cuando llegaba la policía–, hasta que una serie de azares y coincidencias lo pusieron en el camino que había de llevarlo al éxito de masas, a vender millones de discos y a ser imitado hasta la exageración por cientos de grupos norteños –algunos también excelentes– que fueron naciendo al socaire de los Tigres cuando éstos se convirtieron en maestros indiscutibles del género. Y mientras observo a Jorge Hernández comer despacio y mojar apenas los labios en la copa de vino, considero lo singular que resulta encontrar a alguien tan leal todavía a lo que en otro tiempo fue, incluido el niño que cantaba en las cantinas, y que aún pueda reconocerse ese niño en el hombre que ahora, en el escenario, bajo los focos, conserva la humilde calidez humana que permite a una superestrella del folklore mejicano convertir su trabajo en espectáculo de comunión con un público enfervorizado, que sube al escenario a hacerse fotos con sus ídolos, mientras éstos recogen, obedientes, cada uno de los papelitos con peticiones que les entregan en pleno concierto, las leen en alto sin dejar de tocar y cantar, y procuran satisfacerlas. «Con mucho gusto, Carga ladeada, cómo no… Para ustedes, con nuestro cariño, La puerta negra, claro que sí… Con mucho gusto, También las mujeres pueden.»
«Ha sido un largo camino, Jorge.» Se me queda mirando y asiente, dándole vueltas entre los dedos a la moneda de 1769. «Largo y pagándolo todo –responde–. Sin más deuda que con mis amigos.» «Y con el público», apunto yo. «De él hablo –responde, suave– cuando digo mis amigos». Después, los dos echamos un vistazo a los periódicos, que traen fotos a toda página del concierto de anoche, y Jorge pone, sonriente, el dedo sobre unas líneas de un artículo: «Interpretaron la mítica Reina del Sur, inspirada en una narcotraficante real, canción de la que Pérez-Reverte tomó algunas ideas para su novela». «No te molestará, ¿verdad?», comenta. Muevo la cabeza, y sonrío, feliz. «¿Molestarme? Todo lo contrario, amigo. Me encanta. Así es como se construyen las leyendas».
4 de noviembre de 2007
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