Cenaba la otra noche con Javier Marías y Agustín Díaz Yanes. Cada vez que nos juntamos -somos de la misma generación: Hazañas Bélicas, Capitán Tueno y el Jabato, cine con bolsa de pipas- acabamos hablando de libros y de las películas que más nos gustan: las del Oeste y las de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo aquéllas de los años cincuenta, a ser posible con comando inglés dentro. A Tano, sobre todo, le metes unos comandos ingleses en una película en blanco y negro y se le saltan las lágrimas de felicidad. Y si encima intentan matar a Rommel cerca de Tobruk, levita. El caso es que estuvimos comentando la última que hemos rescatado en deuvedé, que es El infierno de los héroes -José Ferrer al mando de una incursión de kayaks en la costa francesa-, e hicimos los votos acostumbrados para que a alguna distribuidora se le ocurra sacar dos títulos que llevamos casi cincuenta años esperando ver de nuevo: Yo fui el doble de Montgomery y Fugitivos del desierto: aquélla de John Mills, con Anthonty Quayle de espía alemán. Por mi parte, y ya que mis favoritas son las de guerra en el mar -los tres coincidimos en que Hundid el Bismarck y Duelo en el Atlántico son joyas del género, sin despreciar, claro, Náufragos y Sangre, sudor y lágrimas-, la película que me hará caer de rodillas dando gracias a Dios el día que me la tope es Bajo diez banderas, de la que sólo tengo una vieja copia en cinta de vídeo: la historia del corsario alemán Atlantis, con un inolvidable Van Heflin interpretando el papel del comandante Rogge, y Charles Laughton en el papel, sublime, de almirante inglés. Cine de verdad, en una palabra. Del que veías con diez o doce años y te marcaba para toda la vida.
Comentamos, al hilo de esto, que tanto al rey de Redonda como al arriba firmante nos llegan a menudo cartas de lectores solicitando listas de películas. Yo no suelo meterme en tales jardines, pues una cosa es hablar de lo que te gusta, sin dar muchas explicaciones, y otra establecer listas más o menos canónicas que siempre, en última instancia, resultan subjetivas y pueden decepcionar al respetable. Hay una película, por ejemplo, que Javier, Tano y yo consideramos obra maestra indiscutible: Vida y muerte del coronel Blimp, dirigida por nuestros admirados Powell y Pressburger -los de La batalla del río de la Plata, por cierto, sobre el Graf Spee-; pero no estoy seguro de que algunos jóvenes espectadores la aprecien del modo incondicional en que la apreciamos nosotros. Son otros tiempos, y otros cines. Otros públicos.
De cualquier modo, Javier y yo nos comprometimos durante la cena a publicar algún artículo hablando de esas películas, cada uno en el suplemento dominical donde le da a la tecla. Como escribimos con dos o tres semanas de antelación, no sé si el suyo habrá salido ya. Tampoco sé si habrá muchas coincidencias, aunque imagino que las suficientes. En lo tocante a películas sobre la Segunda Guerra Mundial, yo añadiría Roma, cittá aperta, Mi mejor enemigo -tiernísima, con David Niven y Alberto Sordi-, Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai y algunas más. Entre ellas, Las ratas del desierto, Arenas sangrientas -John Wayne como sargento de marines-, 5 tumbas al Cairo, Comando en el mar de la China, Torpedo, El tren -con Burt Lancaster, obra maestra- o la excelente Un taxi para Tobruk, con Lino Ventura y Hardy Kruger, clásico entrañable de la guerra en el Norte de África. Sin olvidar la rusa La infancia de Iván, la italiana Le quattro giornatte di Napoli y la también italiana -ésta de hace muy poco, y buenísima- Il partigiano Johnny. Pues, aunque las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial se rodaron entre los años 40 y 60, es justo mencionar algunos importantes títulos posteriores. Como la primera mitad de Doce del patíbulo, por ejemplo. O Un puente lejano. O El submarino, de Wolfgang Petersen. Sin olvidar, claro, Salvad al soldado Ryan, ni la extraordinaria serie de televisión Hermanos de sangre.
No puedo rematar un artículo sobre películas de la Segunda Guerra Mundial sin citar, aun dejándome muchas en el cartucho de tinta de la impresora, dos que están entre mis favoritas. Una es No eran imprescindibles -Robert Montgomery, John Wayne y Patricia Neal-, donde John Ford cuenta la conmovedora historia de una flotilla de lanchas torpederas en las Filipinas invadidas por los japoneses. La otra es El hombre que nunca existió, episodio real de espionaje -Clifton Webb es el protagonista, con Stephen Boyd, el Mesala de Ben Hur, haciendo de agente alemán- sobre cómo el cadáver de un hombre desconocido se convirtió en héroe de guerra y ganó una batalla. En mi opinión, quien consiga añadir esos dos títulos a la mayor parte de los citados arriba, puede darse por satisfecho. Dispone de una filmografía bastante completa sobre la Segunda Guerra Mundial. Un botín precioso y envidiable.
Otro día, si les apetece, hablaremos de cine del Oeste.
15 de febrero de 2009
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