Eché los dientes profesionales al principio de los setenta, dando tumbos entre lugares revueltos y un periódico de los de antes; cuando no existían gabinetes de comunicación, correo electrónico ni ruedas de prensa sin preguntas. En aquel periódico, los reporteros buscaban noticias como lobos hambrientos, y se rompían los cuernos por firmar en primera página. Se llamaba Pueblo, era el más leído de España, y en él se daba la mayor concentración imaginable de golfos, burlangas, caimanes y buscavidas por metro cuadrado. Era una pintoresca peña de tipos resabiados, sin escrúpulos, capaces de matar a su madre o prostituir a su hermana por una exclusiva, sin que les temblara el pulso. Y que a pesar de eso -o tal vez por eso- eran los mejores periodistas del mundo.
Nunca aprendí tanto, ni me reí tanto, como en aquel garito de la calle Huertas de Madrid, que incluía todos los bares en quinientos metros a la redonda. Algo que no olvidé nunca es que los periodistas -los buenos reporteros, sobre todo- corren juntos la carrera, ayudándose entre sí, y sólo se fastidian unos a otros en el esprint. Ahí, a la hora de hacerse con la noticia y enviarla antes que nadie, la norma era -supongo que todavía lo es- no darle cuartel ni a tu padre. Eso no excluía el buen rollo, ni echar una mano a los colegas. Los directores y propietarios de radios y periódicos tenían sus ajustes de cuentas entre ellos, pero a la infantería esa murga empresarial se la traía bastante floja. Hasta con los del ultrafacha diario El Alcázar nos llevábamos bien, y cuando estábamos aburridos en la redacción y telefoneábamos diciendo «¿El Alcázar? Somos los rojos. Si no os rendís, fusilamos a vuestro hijo», reconocían nuestra voz y se limitaban a llamarnos hijos de la gran puta.
Eran otros tiempos. Y nosotros, a tono con ellos, éramos cazadores de noticias de primera página, conscientes de que la vida nos había llevado a Pueblo como podía habernos llevado a La Vanguardia, Ya, Arriba, Diario 16 o -ignoro si había uno- el Eco de Calahorra. Sabíamos incluso que un día u otro, por azares de la vida, podíamos ir a parar a cualquiera de ellos. Cada cual tenía sus ideas particulares, por supuesto; pero estamos hablando de periodismo. De pan de cada día y de reglas básicas. Éstas incluían aportar hechos y no opiniones, no respetar en el fondo nada ni a nadie, y ser sobornables sólo con información exclusiva, mujeres guapas -o el equivalente para reporteras intrépidas- y gloriosas firmas en primera. En el peor de los casos, los jefes compraban tu trabajo, no tu alma. Ser periodista no era una cruzada ideológica, sino un oficio bronco y apasionante. Como habría dicho Graham Greene, Dios y la militancia política sólo existían para los editorialistas, los columnistas y los jefes de la sección de Nacional. A ellos dejábamos, con mucho gusto, la parte sublime del negocio. El resto éramos mercenarios eficaces y peligrosos.
Con tales antecedentes, comprenderán que ahora, a veces, largue la pota. Es tan perversa la política actual que la frontera entre información y opinión, alterada en las últimas décadas por un compadreo poco escrupuloso con los partidos y la gentuza que en ellos medra, se ha ido al carajo. Contagiados del putiferio nacional, algunos periodistas de infantería se curran hoy el estatus sin remilgos. Tal como está el patio, según el medio que les da de comer, se ven obligados a tomar partido, de buen grado o por fuerza, alineándose con la opción política o empresarial oportuna. Antes podían manipularte un titular o un texto; pero al menos lo defendías como gato panza arriba, ciscándote en los muertos del redactor jefe, que además era amigo tuyo. Un buen periodista podía pasar sin despeinarse de Arriba a Informaciones, o al revés. Lo redimía el higiénico cinismo profesional. Ahora, el salario del miedo incluye succionar ciruelos con siglas e insultar a los colegas como si la independencia personal fuera incompatible con el oficio. Secundar a la empresa hasta en sus guerras y disparates. Así, redactores culturales que antes sólo hablaban de libros o teatro escriben también columnas de opinión donde atacan a este partido o defienden a aquél; y hasta el becario que trajina noticias locales debe meter guiños en contra o a favor, demostrando además que se lo cree de verdad, si quiere seguir empleado. El otro día me quedé patedefuá cuando, en el programa del tiempo de una televisión privada, su presentador -meteorólogo o algo así- introdujo un chiste político a favor de la empresa donde curra. También resulta educativo comprobar que dos o tres columnistas de un prestigioso diario afecto al actual Gobierno, hasta ayer mismo dispuestos a tragárselo todo, han bajado unánimes, como un solo hombre y una sola mujer, el incienso a un punto más tibio, adoptando cautas distancias desde que la página editorial de su periódico empezó a incluir críticas hacia el presidente Zapatero. Obligaciones de empresa aparte, los hay también que nunca pierden ningún tren, porque corren delante de la locomotora.
31 de mayo de 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario