Volví hace unos días a Venecia. Por razones profesionales, y por primera vez desde hace dieciséis años, estuve alojado en un hotel distinto al habitual. El paisaje que esta vez pude apreciar desde las ventanas era también otro: la vista no incluía la laguna, la isla de San Giorgio y la boca del Gran Canal, como siempre, sino una parte de éste que va desde la iglesia de la Salute a la punta de la Aduana. Panorama espléndido, también, sobre todo cuando el sol poniente se refleja en el canal entre góndolas, lanchas y vaporettos, y la habitación se inunda de luz dorada, secular y mágica. Me alojé en la parte antigua del hotel Bauer, el palazzo; y sin pretenderlo, cumplí un viejo deseo: dormir en el mismo hotel donde alguna vez estuvo Thomas Mann. Cuya Montaña mágica, en la edición de obras completas encuadernadas en piel azul de Plaza y Janés, lastró durante mucho tiempo mi mochila, releída varias veces por la ancha geografía de las catástrofes, donde -yo era el joven Hans Castorp, compréndanlo- en tiempos tempranos de lecturas todavía intensas, decisivas, empezaba a ganarme la vida.
Vaya por delante que en esa clase de asuntos soy poco mitómano. En Venecia, sin ir más lejos, detesto el Harry's Bar -es pequeño, soso e incómodo, y prefiero el Boadas de Barcelona- precisamente porque allí se emborrachaban Hemingway y cuantos pretendieron imitarlo acodándose en barras de bares sin tener su talento. Y me deja frío que en la brasserie Lipp de Paris, por ejemplo, comieran Sartre, Simone de Beauvoir o la madre que los parió. Reconozco, sin embargo, que en Roma, siendo un polluelo casi implume, pasé una noche en el hotel de Inglaterra, gastándome una pasta, porque allí durmió Stendhal. Pero compréndanlo. En aquellos tiempos -quizá también ahora, aunque no estoy seguro- por Stendhal, Dumas, Thomas Mann, Homero, Virgilio y Joseph Conrad, yo habría hecho cualquier cosa.
El caso, volviendo a Venecia, es que esta vez me alojé en el Bauer. Gracias a Dios, o a quien sea, el Carnaval y sus horrores habían quedado atrás, y la ciudad recobraba su serenidad invernal por un tiempo, antes de verse anegada por el aluvión de la temporada alta. Todavía hacía frío y quedaban calles solitarias por las que internarse. Anduve por la ciudad, como acostumbro, por las librerías, restaurantes y lugares habituales, trazando ahora las huellas de un episodio que, si hay tiempo y salud para ello, tal vez lean algunos de ustedes como aventura alatristesca dentro de un año, más o menos. Y una de tales tardes, a la vuelta de una larga caminata, cuando el resplandor del sol poniente del que les hablaba antes, reverberando en el canal, se adueñaba de la habitación con un torrente de luz dorada, salí de la ducha. Entonces, mientras me vestía con la puerta del baño abierta -una puerta de madera antigua y barnizada-, vi algo reflejado en ésta. Había una luz especial, como digo. Casi abrumadora. Y también es cierto que el paseo que acababa de dar no había disipado por completo los efectos, en extremo benéficos, de una botella de barbaresco del Piamonte que me había calzado con los espaguetis de la comida, un par de horas antes. Pero juro por la memoria de Frederick Rolfe, alias barón Corvo, que la vi. Allí, reflejada ligeramente borrosa en el barniz de la puerta, ondulante por el reverbero de la luz exterior: una mujer esbelta y desnuda que peinaba sus cabellos. Cómo sería de real la visión, figúrense, que fui hasta el cuarto de baño y eché un vistazo dentro, para asegurarme de que allí no había nadie. Después, desconcertado, retrocedí hasta situarme en el mismo lugar donde estaba al principio. Entonces volví a verla: ligeramente difuminada en el barniz de la madera, peinando su pelo largo ante el espejo. Me acerqué otra vez a la puerta, y cometí el error de tocar ésta, moviéndola. Entonces la visión desapareció.
Que me parta un rayo ahora mismo. Que nadie lea nunca una novela mía. Que se me fundan las teclas del ordenata, si no estoy contando la verdad. Va en ello mi palabra de honor: esa mujer estaba allí, en el barniz de la puerta de mi habitación del hotel Bauer, bellísima en la luz dorada del atardecer veneciano. Ella y su contorno fantasmal, como si la vieja puerta conservara, impresa, la huella de una mujer hermosa que, en algún momento del pasado, se hubiese reflejado allí. Entonces supe -o confirmé, más bien- que ciertos fantasmas existen y que hay lugares singulares, luces y sombras que los albergan. Y que es nuestra mirada, con su temple de vida, libros e imaginación, la que los despierta y hace vivir de nuevo.
21 de marzo de 2010
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