Hace mucho tiempo, año 90 y cuando la primera guerra del Golfo, bebiendo zumo de frutas en un hotel de Dahrán, Arabia Saudí, un oficial norteamericano de las fuerzas especiales llamado Gamboa me contó que, en situaciones extremas, aislados en territorio enemigo, los soldados de origen latino -teníamos alrededor, en ese momento, a montones de ellos apellidados Sánchez y González- solían comportarse mejor, estadísticamente, que los de origen anglosajón. Éstos últimos funcionan muy bien en equipo, dijo. Más cohesionados, solidarios y disciplinados. Pero cuando falla el apoyo exterior, las cosas se van a tomar por saco y cada cual se queda solo y debe apañárselas como puede, los latinos llevan ventaja. Se espabilan mejor, con más ingenio. Están hechos a la iniciativa privada en mitad del follón. A buscarse la vida en pleno desmadre.
Me acordé de eso hace unas semanas, cuando conocí la aventura de un legionario de Ceuta que se fue de permiso a Marruecos; donde, tras perder en equívocas e imaginables circunstancias -supongo que en la mejor tradición grifota, con juerga moruna dotada de la parafernalia habitual para esa clase de tropa- el pasaporte y la documentación, y ante el problema que se le planteaba con la policía marroquí de la frontera, por donde debía pasar para estar en su cuartel al toque de formación del día siguiente, decidió saltarse a los mehanis a la torera. O a la marinera. Así que se fue a una tienda, compró un traje de neopreno -hacía un frío del carajo, imagínense-, aletas, gafas de buceo y tubo de respiración, y así equipado se metió en el agua y empezó a nadar, chof, chof, plas, plas, hacia el puerto de Ceuta, esquivando la verja fronteriza. Casi lo había conseguido, el tío, cuando una patrullera de Picolandia, tomándolo por un inmigrante ilegal, lo trincó por el pescuezo, llevándoselo, supongo que después de prestarle una toalla, no al cuartel, sino al cuartelillo.
Me mosqueó un poco, debo confesarlo, el tratamiento mediático del asunto. La prensa, la radio. Todo eso. Hasta en Internet se guasearon del pobre lejía. Y, para escarnio suyo, todo cristo salió por soleares en plan Celtiberia caspa y cañí: legionario de juerga en territorio comanche, permiso ahumado con ketama, esperpento berlanguiano, surrealismo de la situación con Benemérita incluida, insensatez temeraria del fulano, que a saber cómo iría de ciego, etcétera. Choteo, en resumen. Mucho. Ignoro qué suerte corrió el protagonista de la historia una vez devuelto a su cuartel; aunque supongo que, informado su coronel, debió de comerse un marrón como el sombrero de un picador. No sé cómo andarán las cosas por la Legión, pues desde que dejé mi otro oficio, después de los Balcanes, los trato poco. Creo ya no hay rapado al cero y pelota de castigo, y que ni calabozo tienen ya. Le gritas órdenes a un soldado y te lleva a juicio por acoso laboral. En el Tercio tienen ahora que abotonarse la camisa, afeitarse la barba, y a pique han estado de que les quiten el chapiri, capándoles la borla y la tradición. Pero imagino que, a poco que alguno de sus jefes y oficiales conserve algo de la vieja escuela, el lejía nadador, chorreo castrense aparte, habrá deglutido a estas horas, por lo menos, más guardias que el cabo Tres Forcas.
Tampoco sé si el fulano era español -quiero decir europeo, peninsular-, o uno de los cada vez más numerosos legionarios de origen marroquí y religión musulmana enrolados en el Tercio, que defenderán las plazas norteafricanas, en caso de conflicto con Marruecos o con quien sea, hasta la última gota de sangre. Pero, como digo, la chirigota mediática habida a cuenta del lejía nadador me parece impropia. Tampoco es que la aventura sea para ponerle una medalla; pero tiene su puntito. Yo lo habría ascendido a cabo, fíjense. O pagado una botella de algo en la cantina del cuartel. A fin de cuentas, lo que demostró echándose al agua fueron, precisamente, aptitudes de las que se exigen a los profesionales de las fuerzas armadas en cualquier ejército serio del mundo: iniciativa y decisión táctica, firmeza en la ejecución y capacidad de buscarse la vida en territorio hostil. Como aquellos soldados de los que me hablaba en Arabia Saudí el capitán Gamboa. Y además, el jambo le echó al negocio un par de huevos: atributos simbólicos que no están de más en un legionario feroz -o legionaria ferrosa- al que, por oficio de llevar escopeta, suponemos desenvuelto y razonablemente corajudo. En estos tiempos acebollados y demagógicos, cuando miro la tele y veo a los líderes islámicos tunecinos y egipcios, y a sus chicas con velo diciendo viva la democracia y abajo los tiranos, me digo que pronto harán falta unos cuantos más como el de las aletas. Por lo menos, para proteger las instalaciones portuarias mientras evacuamos Ceuta y Melilla.
13 de febrero de 2011
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