Me pregunta Manolo cómo lo hace uno. Cómo se sobrevive al zipizape público. De qué manera se endurecen la piel, los intestinos o el corazón cuando uno expone sus opiniones y se monta una pajarraca que le pone en riesgo el sosiego mental o la salud física. Manolo, que es lector viejo de esta página, me interroga sobre eso y me lo explica: tuvo la ocurrencia de enviar una carta a un periódico, opinando sobre el status de ciertos funcionarios públicos. Argumentaba en ella, tajante pero con respeto, sobre cómo algunos ciudadanos ven asegurado su puesto tras aprobar un examen, duro y de resultado merecido, en un momento determinado de su existencia. Y opinaba luego que no todos los funcionarios se tocan la barriga en horas laborables; pero que una parte del colectivo -pequeña, notoria y evidente- tiende a la indolencia operativa, a los asuntos propios, al café de las once y al bocadillo de la una. Expresada que estuvo esa opinión por escrito, pulsó Manolo el botón de enviar en su ordenata y se recostó en la silla, satisfecho por haber planteado, desde la humilde parcela de su vida, un poco de sentido común e higiene cívica. El infeliz.
Me brearon, cuenta. Me abrasaron vivo. Estaban ahí, acechando. Saltaron directos a mi yugular. Cuatrocientas y pico respuestas de Internet en veinticuatro horas: envidioso, malaje, te voy a rayar el coche, has ofendido a todos los funcionarios de España y el extranjero, tú no pagas mi sueldo, hijoputa, la subvención la va a tramitar tu padre, seguro que defraudas a Hacienda, vigila a tu mujer, cabrón, ya te pillaré en la ventanilla. Fascista. Respuestas demoledoras, construidas casi todas no sobre lo que Manolo dijo, sino sobre lo que los airados lectores creyeron entender que dijo. O sobre lo que a otros, que ni siquiera conocían la carta original, les dijeron que había dicho: Manolo insulta al gremio, pásalo. También hubo quienes desde el otro extremo quisieron apoyarlo, y terminaron por joderlo vivo: a los funcionarios habría que fusilarlos al amanecer, parásitos, vivís de mis impuestos, dejad de responder cartas en horario laboral y dedicaos a traspapelar expedientes, que es lo vuestro. Fascistas. Y todos, unos y otros, entre espumarajos de rabia, con saña homicida y con Manolo en medio, acojonado. Buscando un agujero donde meterse. España y su viva estampa, dicho en corto, escarbando en la eterna guerra civil que llevamos en el tuétano: conmigo o contra mí. Tampoco faltó el lince astuto que disparaba a ambos frentes y adivinó las verdaderas intenciones de Manolo: agente doble, provocador de mierda, levantas cortinas de humo como ese nazi, Goebbels. Etcétera.
Ahora, en el bar de Lola, Manolo se acoda en la barra, pide una caña con las orejas gachas, y solicita absolución, consuelo -el escote espléndido de Lola ayuda un poco- y consejo. ¿Cómo hago para tratarme la úlcera que esto me ha provocado?, me pregunta. ¿Cómo haces, colega, para sacar a relucir cada semana el colmillo sangriento y luego dormir a pierna suelta, bajo la lluvia de interpretaciones sesgadas que te caen encima? ¿Cómo sobreponerse a esa radiografía de control aeroportuario y mala leche? ¿Cómo soportar la impudicia de quienes pretenden, aún con más arrogancia que la tuya, descubrir y denunciar tus intenciones, astucias, bajos fondos, ideas, prioridades, color político, basándose en lo que sus ojos miopes y sectarios creen haber leído? Mi agonía, amigo, es mayor cuando compruebo que mi exposición en la picota no sirve para nada. Yo sigo pensando lo mismo. Quienes creyeron detectar mis perversas ideas siguen pensando lo mismo. Quienes insultaron a todo el cuerpo funcionarial siguen pensando lo mismo. Y el lince que me comparó con Goebbels sigue pensando lo mismo. Mi carta sólo agitó un rato las aguas para que luego, serenado el ánimo, sigamos todos, funcionarios perezosos incluidos, con los pies metidos en el mismo lodazal. ¿Sirve de algo? ¿Es posible opinar públicamente sabiendo que, sin duda, destrenzarán tus argumentos para tejer trajes nuevos a medida de cada lector?
Pido otras dos cañas mientras busco una respuesta adecuada. Quizá sirva, estoy a punto de decir al fin, para comprender dónde estás. Entre quiénes te la juegas. Para irte luego a un libro que hable de nosotros con banderas, con turbantes, con cota de malla, con abarcas y venablo, y comprender, bajo el contraste del paisanaje, lo que fuimos, lo que somos y lo que nunca pudimos ser. Creo que en conciencia debo responder eso, pero Manolo aguarda con expresión noble, confiada, y comprendo que es mejor no ir por ahí. «Para no sentirse del todo cómplice», improviso. «Y eso ya es algo.» Entonces Manolo mira el escote de Lola y sonríe a medias, pensativo, mientras moja los labios en la espuma de cerveza.
9 de mayo de 2010
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