Vivo a cuarenta kilómetros de la ciudad, en la sierra, y cuando bajo en coche suelo dejarlo en el aparcamiento de la plaza Mayor. Como esa zona, además, corresponde al Madrid que más me gusta -o quizás al único Madrid que me gusta-, el barrio de los Austrias y su entorno constituyen mi territorio de citas y restaurantes, de bares y cafés, de tiendas y librerías. Raro es que un paseo me lleve más allá de los límites del paseo del Prado y el café Gijón, por un lado, de San Francisco y el Rastro, por otro, y de la plaza de España y la Gran Vía. Cuando debo alejarme por asuntos de amistad o trabajo lo hago incómodo y con prisas, como quien se interna en territorio incierto, tomando un taxi para regresar, cuanto antes, a la seguridad de lo conocido.
Conozco bien, por tanto, el Madrid viejo. Sus defectos y virtudes. También, a muchos de quienes lo pueblan y le dan carácter: tenderos, libreros, guardias, camareros, peluqueros, vendedores de periódicos y de lotería, furcias o mendigos. Algunas noches, cuando subo desde la Real Academia con Javier Marías, vecino del barrio, para despedirnos en la plaza Mayor o cenar en la Cava Baja, saludo a alguna de las lumis que patrullan las esquinas de las calles de la Cruz y Carretas, o compruebo si sus macarras panchitos -esos que en cierta ocasión, mamados, nos llamaron cabrones y del Pepé por llevar corbata- siguen agrupados cerca, vigilándoles el punto y la clientela. También paro a charlar medio minuto con dos pavos de apariencia feroz, pero buen trato, que en compañía de dos perros se buscan la vida en la calle de la Bolsa, tocando la flauta y haciendo algún juego malabar. La novia de uno es lectora mía, y eso une mucho. Y cuando me despido dejándoles un billetejo, Javier, que tiene buen perder y no se pone celoso porque la novia me lea a mí y no a él, también mete la mano en el bolsillo y afloja algo.
Lo que ya no hago es dar un céntimo a los profesionales situados en las escaleras del aparcamiento. El transeúnte poco advertido puede confundirlos con los mendigos de infantería que ocupan los soportales o túneles de la plaza arropados en sus mantas y cartones; pero éstos van a lo suyo, con el Don Simón y un cigarrito, cuando hay. Pasan de todo y contemplan la vida. Les contribuyo de vez en cuando, gustoso, sin que lo pidan. Casi nunca piden. Los otros sí buscan dinero, con horarios puntuales rigurosos. Se trata, en este caso, de un curro como otro cualquiera. Se relevan unos a otros o desaparecen -camino de casa, supongo- a horas exactas, para cenar, ver la tele y estar con la familia. A éstos hace tiempo que no les doy nada, por varios motivos. A uno de ellos -joven y con gafas, que ya no va por allí- me lo crucé en otro barrio vestido con mucha corrección, despojado de la ropa de pedir, y al día siguiente volví a verlo andrajoso, donde siempre. Otra razón para secarme el bolsillo es que varios de esos habituales del estírese, caballero, no me caen simpáticos. Les falta ángel. Profesionalidad. Apruebo que cada cual se lo monte como pueda: pedigüeño, salteador de caminos, senador o diputado en Cortes. Hay modos y modos. Pero que guarden las formas, rediós. Hay uno, por ejemplo -mendigo, no diputado-, que llama «majo» y tutea por la cara a los clientes, desgarro campechano que contraviene todas las reglas clásicas de la mendicidad. Y otro grandullón, de mala catadura y peor jaez, que pide con modales groseros, intimidatorios, acosando al personal. Cuando alguien pasa por su lado, ignorándolo, le tira de la manga. Y oigan. Como dice un amigo mío, camarero de un bar próximo, si no fuera mendigo le iba a tirar de la manga a su puta madre. Pero no hay otra que aguantarse. Esto es Madrid, España. El paraíso de los compadres que guardaron cochinos juntos. Donde una ministra de Cultura, por ejemplo, tutea a Juan Marsé en el discurso oficial del premio Cervantes. Son daños colaterales.
Otro mendicata, de origen extranjero, pide por las mañanas sentado junto a una de las escaleras del aparcamiento. Lo hace diciendo «buenos días» con tono lastimero, conmovedor. Alguna vez, al principio, le respondía al saludo y dejaba algo. Pero ya no. Hace un par de meses, uno de esos días infames de nieve y frío que azotaron la ciudad, lo vi levantarse e increpar con malos modos, muy agresivo, a un pobre hombre que se había cobijado cerca con una manta sobre los hombros. Temía que el infeliz le hiciera la competencia. Y no olvido la imagen del otro, levantándose tiritando para irse afuera con su manta, bajo los soportales, azotado por la nevisca. También entre los miserables hay castas, claro. Subdivisiones injustas. Explotados, explotadores y sinvergüenzas.
11 de abril de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario