Si hay algo que me sigue dejando patedefuá, pese al escaso margen de sorpresa que a uno le deja ser súbdito español y tener los sesenta tacos casi a punto de nieve, es la facilidad de algunos compatriotas, o como se llamen ahora, para salir en la tele sorprendiéndose ante lo obvio. Lamentando de pronto, pancarta en alto, lo que hasta el más tonto del pueblo veía venir desde hace años, sin otra bola de cristal que el sentido común. Pensaba en eso este verano, durante los incidentes provocados en algunas localidades costeras por hordas de turistas jóvenes, ebrios y gamberros, mientras las autoridades locales y los vecinos ponían el grito en el cielo, preguntándose qué habían hecho ellos para merecer eso. Lamentando que España, o buena parte de su litoral mediterráneo, se haya convertido en la cochinera donde viene a recalar el turismo más cutre y bajuno de Europa. La meca de la chusma cervecera, bailona y vomitona, a veinte euros por noche.
Vaya por delante que turismo basura hay en todas partes. Verbigracia, Italia. En materia de chusma, incluida la indígena, poco tienen que envidiar los primos del Lacio y aledaños a nuestros más conspicuos poligoneros nacionales, o a los turistas de cerveza, discoteca con fiesta de espuma y alivio en el portal. Lo que pasa es que allí, junto a ese turismo de bajo coste y carne sudorosa macerada en alcohol, los italianos, que son varias cosas menos tontos, han sabido mantener, paralela, una oferta turística de alta calidad, con lugares donde el turismo de mayor nivel económico y exigencia, incluida la cultural, también se encuentra a sus anchas. Al menos, de momento. Sitios, ésos, que viven no sólo de la cantidad de botellas de agua mineral, bocatas y pizzas recalentadas que turistas de menos recursos -dignísimos y con derecho a comer, por otra parte- consumen cada día, sino también de viajeros que pueden gastarse durante una cena con vistas al lago de Como, sin que les tiemble el pulso, 150 euros en una botella de Gaja. Por ejemplo.
Pero eso hay que currárselo. Lo fácil es montarlo con docenas de torres de apartamentos y hoteles baratos, tropecientas hamburgueserías y discotecas, barriles de cerveza en cada esquina y guindillas municipales tolerantes con el guiri que, antes de caer en coma etílico o matarse haciendo el gilipollas en el balcón, se desnuda, orina, rompe y vomita por doquier. Reconvirtiendo todo el comercio local, restaurantes, tiendas, bares, para adaptarlo a esa subespecie de clientes. Sin exigir, siquiera, que se pongan la camiseta cuando entran descalzos y rascándose los huevos, o el chichi, y que echen la pota en otra parte; no vayan a irse a comprar a la tienda o al pueblo vecinos. Pero claro. Para combinar este turismo ya inevitable con el de categoría, y aprovechar lo más rentable de ambos, hacen falta cultura, tradición, inteligencia, previsión a medio y largo plazo, y sobre todo la conciencia de que una oferta turística no puede inspirarse sólo en suelta lo que tengas y mañana Dios dirá. Tomemos por ejemplo La Manga, que algunos conocimos de niños cuando era una bellísima lengua de arena desierta entre dos mares. ¿Imaginan lo que sería hoy ese lugar, de haber caído en manos de promotores inteligentes y con una visión de futuro digna, en vez de acabar convertido en un disparate de especulación y una pesadilla urbanística? ¿Calculan la riqueza que estaría generando para toda la región, orientada a un turismo de calidad con servicios impecables?
Lo nuestro, sin embargo, es otra cosa. Cuando cinco mil alemanes, italianos e ingleses empastillados y borrachos, a los que igual dan Lloret de Mar que Tegucigalpa porque van ciegos, lo ponen todo patas arriba haciendo en manada lo que en su país no les permiten que hagan, y los guardias de la porra se ponen de pronto cumplidores y tienen que correrlos a hostias porque le pegan fuego al pueblo, echamos la culpa a los dueños de discotecas, y a la degradación de valores en la juventud, y a la puta que nos parió. Obviando que llevamos décadas pidiendo a gritos esa clase exacta de turistas; y que para complacerlos, beneficiándonos de sus miserables migajas, transformamos muchos de nuestros pueblos costeros en barras al aire libre, arrasamos el buen gusto, liquidamos el comercio tradicional, convertimos a nuestros hijos en camareros de chiringuito y lamemos las chanclas a la gentuza de toda Europa. Por eso tiene coña que ahora, cuando recogemos en el telediario los frutos de nuestro esfuerzo, de ese pan para hoy y hambre para mañana -lo que tarde en tranquilizarse la otra orilla del Mediterráneo-, los alcaldes, concejales, comerciantes y vecinos que por acción o silencio fuimos cómplices de tan grotesco y sudoroso negocio, nos llevemos las manos a la cabeza. Olvidando que a quien pide música luego le toca bailarla.
4 de septiembre de 2011
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