En octubre de 1964, cuando yo estaba a punto de cumplir trece años, un hermano marista al que apodábamos Dumbo me sorprendió en un pasillo leyendo Goldfinger. El delito era doble: no estaba dentro del aula, y esa novela era para adultos. Eso dio lugar a que mi padre fuera convocado para notificarle que el libro quedaba confiscado y que yo había cometido una doble falta: ausentarme de clase y leer novelas inadecuadas. Pero mi padre estuvo a la altura de las circunstancias. Con mucha calma le dijo a Dumbo que yo asumiría el castigo que el reglamento del colegio estableciese; pero que dos cosas debían quedar claras. Una, que la novela era suya y se la llevaba. Otra, que era él quien decidía sobre lo adecuado en las lecturas de su hijo; y que yo también leyera novelas de James Bond le parecía adecuadísimo, pues eran muy entretenidas, estaban bien escritas y estimulaban la imaginación. Así que, en cuanto regresáramos a casa y yo hiciera los deberes, me devolvería el libro para que acabase de leerlo. Y así fue como ocurrió.
Tengo ese mismo ejemplar a la vista mientras tecleo estas líneas. Esa primera edición de Goldfinger y otra de Operación Trueno del año 66 son las dos únicas novelas de la serie escrita por Ian Fleming que, procedentes de la biblioteca de mi padre, conservo todavía. Las otras murieron por el camino, deshechas de ser leídas y releídas, prestadas a amigos que nunca las devolvieron u olvidadas en cualquier sitio, como suele ocurrir con esa clase de libros en formato de bolsillo, editados en un papel que amarillea y resiste mal el paso del tiempo. Hace unos años, deseando tenerlas de nuevo, compré las catorce novelas de la serie, en edición moderna, y releí algunos títulos disfrutándolos mucho; confirmando por qué a mi padre, que sobre todo era lector de literatura e historia navales, le gustaban las novelas de Ian Fleming tanto como las de otro autor policíaco y de espionaje que también conocí a través de él: Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios -extraordinaria película, por cierto- cuyas novelas también procuro recuperar en librerías de viejo y reediciones modernas -con Agatha Christie y otros autores de novela negra ya lo conseguí hace tiempo-, en un intento por reconstruir en lo posible esa parte amena y pintoresca, más caduca, ligera y de difícil conservación, de la biblioteca paterna.
Hoy les cuento eso porque este año se cumplen sesenta desde que Ian Fleming escribió su primera novela sobre James Bond, y no quiero que pase la fecha sin dedicarle un guiño de homenaje. En mi temprana juventud lectora pasé estupendos ratos leyendo sus novelas -incluso antes de tener edad para ver en el cine las películas rodadas sobre éstas-, y malvados como Auric Goldfinger, Emilio Largo o Le Chiffre ocuparon mi imaginación con la misma intensidad que Rupert de Hentzau, Rochefort o Javert; nunca hubo una secretaria eficaz que no me recordase a miss Moneypenny, ni bebí un martini -mezclado, no agitado es una incorrecta traducción de shaken, not stirred- sin recordar al agente 007. Por supuesto, he visto las veintidós películas hechas sobre el personaje, incluidas las mediocres interpretaciones de George Lazenby, Timothy Dalton y Pierce Brosnan, la guasona y divertida encarnación de Roger Moore, y la contundente, casi perfecta, asunción del personaje por el pétreo Daniel Craig. Sin embargo, cada cual es hijo de su tiempo, sus lecturas y su cine. O su tele. Así que comprendan ustedes que, en mi imaginación, James Bond tenga los rasgos indelebles de Sean Connery, del mismo modo que las palabras chica Bond irán siempre unidas, en mi memoria pavloviana, a la espléndida y húmeda imagen de Úrsula Andress saliendo del mar con bikini blanco y cuchillo al cinto en 007 contra el doctor No.
Y oigan. Me importa un pimiento frito que estudios de perspectiva diversa, incluido feminismo radical, etiqueten a James Bond como sexista, snob, asesino, sádico y vulgar. La literatura, buena, mediocre o mala, profunda, de entretenimiento, o la que combina sin complejos todos los niveles posibles, no tiene obligación moral alguna: cuenta mundos, narra miradas, registra recorridos en los diferentes estratos y situaciones que la vida, y los libros que la exploran, despliegan ante los ojos del lector. Y estoy convencido de que, en ese territorio sin reglas ni cánones absolutos, tan útil o interesante puede ser una conversación entre Hans Castorp y Settembrini en La Montaña mágica como los silencios del capitán MacWhirr en Tifón, la muerte de Porthos en el Bragelonne o la tortura de que es objeto Bond, desnudo y atado a una silla, en Casino Royale. Por eso saludo a ese sexagenario 007 como lo que soy: un viejo lector agradecido.
30 de septiembre de 2012
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