Comparto con algunos amigos, más o menos frikis, la afición por pequeños objetos con historia probada, imaginada o legendaria. No soy muy de fotos a la vista: de las cuatro que tengo enmarcadas en casa, una es de mis padres, otra de un antepasado bonapartista, y las otras dos son de Joseph Conrad y de Patrick OBrian. Pero objetos con memoria propia o ajena tengo a montones. O casi. Algunos están directamente relacionados con episodios concretos de mi vida: un trozo de estuco de la biblioteca de Sarajevo, la bandera descolorida de mi primer velero, la mascarilla mortuoria de Napoleón, una sortija de plata saharaui, un cargador de AK-47 atravesado por un balazo, o un cuchillo libanés cuya historia, azarosa y de juventud, tal vez les cuente algún día. Otros de esos objetos son recuerdos de familia y cosas así. Vínculos sentimentales. Entre ellos, una copa de plata de un torneo de ajedrez de 1956, abollada y con sólo un asa, y la condecoración de Santa Helena del granadero Jean Gal, abuelo de mi bisabuela, que a los dieciséis años combatió en Waterloo y murió octogenario en Cartagena. También valoro mucho un cenicero de cristal en forma de salvavidas, que me fascinaba desde niño y perteneció a un tío mío, capitán de la marina mercante. Y cuatro navajas que poseyeron, respectivamente, mi tatarabuelo, mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre. A las que con el tiempo, supongo, alguien añadirá la mía: una bregada Aitor clásica con cachas de palisandro.
Los objetos más interesantes, sin embargo, tienen otros orígenes. Llegaron en diversos momentos y por distintos caminos: regalos de amigos, anticuarios, azares insospechados. Uno de mis predilectos es el catalejo antiguo de ballenero, forrado en piel de cachalote, que hace tiempo me regaló Javier Marías, y cuyo tacto estremece como si te encontraras a bordo del Pequod, gritando «¡Por allí resopla!» mientras el capitán Ahab ordena arriar balleneras. También, cerca de un soberbio sable español modelo 1815 -me lo dio el pintor de batallas Ferrer-Dalmau, indignado porque la mayor parte de mis sables de caballería son franceses-, hay dos botones de uniforme del regimiento español José Napoleón, en el que se inspiró mi relato La sombra del águila, que un amigo encontró en el campo de batalla de Smolensko. No lejos de ellos, próximos a un cenicero original del restaurante Lhardy, están una pelliza de húsar de la Princesa, un remate de la regala de un navío de 74 cañones, balas de mosquete y clavos de bronce de barcos hundidos en Trafalgar -el Trinidad y el Neptuno-, y también un sable cosaco con fecha de 1917, un pequeño busto de Homero, un pisapapeles veneciano, un compás de marcaciones antiguo, una regla de cálculo náutico del siglo XVIII y una banda de música de soldaditos de plomo.
Sin embargo, mi joya de la corona, mi frikada predilecta, está en un armario acristalado del vestíbulo, entre la maqueta de arsenal de un navío de línea y un hueso de ballena que cogí en Isla Decepción, Antártida, a finales de los 70: una pieza de bronce de una pulgada de longitud, acabada en forma de tornillo, en la que puede leerse parte de la inscripción Deutsche tec..., y que procede de uno de los tres cañones de 28 cm. de la torre Bruno del acorazado alemán Graf Spee, hundido por su tripulación frente a Montevideo en 1939, días después de su legendario combate con tres cruceros británicos. Poseo esa pieza desde hace muchos años: cuando, encontrándome en Uruguay durante una firma de libros, uno de los buzos que trabajaban en el rescate de los últimos restos de ese famoso barco, lector de mis novelas, me causó una inmensa felicidad al ponerla en mis manos. «Pensé que le gustaría tenerla», dijo con toda sencillez antes de alejarse, y ni siquiera me dio una tarjeta con la que recordar su nombre. Y ahí está, como digo. En la vitrina, para envidia de mis amigos aficionados a esta clase de cosas -Agustín Díaz Yanes, Jacinto Antón, José Manuel Guerrero, el mismo Javier Marías-, a los que cuando se dejan caer por allí suelo restregársela sin piedad por el morro; es la única posesión que ante ellos exhibo sin complejos, con desconsiderada aunque justificable chulería de propietario. Del Graf Spee, chaval, les digo. Torre Bruno, la de popa. O sea. Pumba, pumba. Igual gracias a esto le endiñaron unos cuantos cebollazos al Exeter, al Ajax o al Achilles. ¿Cómo lo ves?... Imaginen el efecto del asunto en fulanos que, como yo, se sobrecogieron de niños leyendo lo del acorazado alemán en tebeos de Hazañas Bélicas, o comiendo pipas en un cine mientras veíamos La batalla del Río de la Plata. Un tornillo del Graf Spee, nada menos. Una pulgada del bronce con que están fundidos tantos recuerdos y tantos sueños.
11 de noviembre de 2012
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