Me telefonea Augusto Ferrer-Dalmau, nuestro pintor de batallas. El que tiene la maldita Internet saturada, entre otras cosas, de reproducciones de ese lienzo sobre Rocroi -El último tercio, es el título- al que todos los amigos se ven en la obligación de enviarme enlaces en plan «Éste te va a gustar», etcétera. Y me dice, el compadre, que vaya a Valladolid, a su estudio, que ha terminado el cuadro sobre Afganistán. Que me lo quiere enseñar antes de librarse de él. Y como los amigos están para fastidiarlo a uno, allá me voy, resignado, carretera arriba hasta Valladolid, oyendo a Carlos Herrera en la radio. Y le aterrizo al pintor en su estudio con buena luz de media mañana, perfecta para mirar bien su último trabajo. Y allí, entre sables, morriones, pistolones, pellizas de húsar y otros artilugios que Augusto utiliza como motivos para ambientar sus trabajos, está el último cuadro, grande, estupendo: La patrulla, se llama. Y muestra, en un paisaje desolado y desértico, con colinas ocres al fondo, las casas de un pueblucho mísero; y entre ellas y el espectador, como si el jefe de la patrulla acabara de volverse hacia atrás para mirar a los hombres que lo siguen, cuatro soldados españoles y uno afgano, que con equipo de combate caminan espaciados, las armas a punto, internándose cautos por territorio hostil, mientras el sol del atardecer proyecta en el suelo sus sombras largas sobre la tierra calcinada.
Sé que para Augusto es un cuadro importante. Su homenaje personal a los soldados españoles que combaten -ésa es la palabra exacta, pese al lenguaje perifrástico oficial- desde hace tiempo en Afganistán, y cuya misión se encuentra en fase de repliegue. Augusto ha pintado este cuadro para donarlo al museo del Ejército de Toledo. A fin de documentarlo pasó varios días con las tropas españolas, a tiro de los talibán. Jugándosela en posiciones avanzadas, peligrosas. He visto el álbum extraordinario de bocetos que trajo de allí como material base: retratos, apuntes, paisajes, estudios de luz, de sombras, rostros de afganos, paracaidistas y legionarios españoles, cada uno con su historia, sus notas minuciosas, sus referencias útiles para el proyecto. Paradójicamente, tras esa copiosa cantidad de material, la obra final sobre el lienzo aparece por contraste vacía, casi desnuda, absoluta en su simplicidad; en su árido paisaje y en esos casi solitarios hombres duros que pisan aquel peligroso rincón del mundo. Misión de paz, misión de guerra, fiel infantería de toda la vida, la misma que aparece en el ya legendario lienzo sobre el último cuadro en Rocroi. La vieja y única historia posible: lealtad a los compañeros inmediatos más que a las grandes palabras huecas y a las cambiantes banderas donde tanto canalla se envuelve y medra. Un cuadro grande, un paisaje árido, unos soldados. Cuatro españoles que caminan por un paisaje hostil, protegiéndose serenos unos a otros. Sabiendo que nadie les agradecerá nada. Realizando con pundonor y sencillez el trabajo por el que les pagan, como llevan haciéndolo desde hace siglos. Desde que la palabra guerra, por azares de la vida y de la Historia, se interpone en el camino del ser humano.
«¿Qué te parece?», pregunta Augusto, parándose a mi lado. Está inquieto, como siempre que enseña un cuadro nuevo. Con esa inseguridad del artista humilde que, pese a su dominio del oficio, sabe que cada trabajo es empezar otra vez desde cero, jugársela. Este último lienzo -penúltimo en realidad, pues acaba de abocetar otro sobre la batalla de San Marcial- me gusta mucho, y se lo digo. Lo hago sin demasiada retórica, pues sé que los elogios excesivos intranquilizan más que ayudan. Hago observaciones, señalo algún detalle que me llama la atención. Luego nos quedamos los dos mirando el cuadro en silencio, y al rato comento: «Lo has clavado, cabrón». Entonces Augusto sonríe, relajado al fin. «Es mi homenaje -dice-. Y cuando la misión allí termine, escribiré detrás los nombres del centenar de muertos que hemos tenido en Afganistán. Aunque en el museo no se vean, yo sabré que están ahí». Apruebo la idea. Después me pide que elija un boceto para mí, entre los que tiene tirados por el suelo. Quiere hacerme ese regalo. Escojo uno magnífico, de un legionario barbudo, y Augusto sonríe. «Quiero que pongas alguna cosa detrás de La patrulla, de tu puño y letra, y que lo firmes. Que quede ahí para siempre». Es un honor, respondo. Me entrega un rotulador, y con él me voy detrás del cuadro. Pienso un momento, y escribo: «Durante siglos, en cada una de sus huellas estuvo España».
23 de junio de 2013
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