domingo, 17 de agosto de 2014

El jubilado nacional

Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena». 

Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada. 

Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas. 

Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos

No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más. Oprime el corazón ver a un abuelete al que los nietos, el yerno y hasta la legítima dicen que no sea antiguo y se vista moderno, cómodo, informal. Y el pobre hombre, que a su manera fue siempre un señor, cambia resignado la honorable camisa de manga corta por una camiseta con el rotulo España, sol y chusma, por ejemplo; y en vez del pantalón largo con raya se pone unas bermudas hawaianas; y los zapatos de rejilla, incluso las sandalias veraniegas, los sustituye por chanclas que hacen menos daño en los callos. Y así, actualizado, patético, pasea con otros abuelos vestidos igual, con sus piernas flacas, sus varices y una gorra de béisbol para rematar la cosa. Y cuatro pasos por detrás van las aquí mis señoras, a las que -aunque ellas suelen resistir, por ahora, mejor a la ordinariez- también acaban convenciendo entre los nietos y la tele, vestidas con una camiseta que les dibuja bien los tocinos y unos leggins apretados, o como se llamen. A sus setenta. 

Y tú, antes de volver a la lectura buscando consuelo, los ves alejarse mientras piensas que tiene huevos la cosa. El pobre abuelo. Toda una vida trabajando como un tigre, militando en Ugeté o en Comisiones, criando dignamente una familia, para acabar en un paseo marítimo playero, en vacaciones, disfrazado de Forrest Gump. 

17 de agosto de 2014 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Si es que, a veces, hasta se les puede escuchar lo que piensan, preguntándose cómo coño han podido acabar así. Pero ya no tienen (tendremos) más ganas de "guerra", de pelea, de ofrecer resistencia, ni mucho menos de discutir con quién sea.

Total para qué; si hagas lo que hagas o digas lo que digas, al final va a ser que no sirve para nada.
Y siempre igual y siempre lo mismo.

Salvo que...

Maestre Patarrán dijo...

Pues si.
Los he visto.
Recientemente.
Ellos... tatuados sin compasión, la mayoría.
Ellas... maquilladas para la tarde y subidas a tacones imposibles.
No obstante alguno y alguna con clase y "poderío" había también, no se crea usté, Maestro.
Pocos, la verdá.
Pero españoles... también muy pocos. Y con tornío, menos.
Ahora... jubilados españoles... NI UNO.
Deben estar en la ciudá, pasando la canícula como buenamente pueden, los pobres.
Pues hay que pagar con su pensión la comida de hijos y nietos.
En fin... y lo que nos queda.
Ya llegaremos, Maestro.
Ya llegaremos.