En este mismo número de XLSemanal, unas páginas más adelante, les cuentan a ustedes cómo una pobre infeliz, chica guapa, simple novia y amiga de narcos llamada Sandra Ávila, víctima de una descarada operación publicitaria de las autoridades mejicanas, se comió el marrón de ser nada menos que la Reina del Pacífico, o al menos así la bautizaron ante la prensa sus aprehensores: una supuesta narcotraficante sinaloense que habría enviado toneladas de cocaína a Estados Unidos y dirigido redes de lavado de dinero y otras operaciones clandestinas. Hasta habría, tal era la coletilla clave, inspirado mi novela La Reina del Sur. Ninguno de los desmentidos que hicimos la propia interesada y yo mismo -que pasé un tiempo en Sinaloa, traté a unos cuantos narcos y jamás había tenido antes noticia de su existencia- tuvo efecto. Sandra Ávila estuvo varios años en prisión y no fue liberada hasta que una juez con sentido común dijo se acabó y la puso en la calle hace unas semanas. Aun así, el apodo de Reina del Pacífico se le quedará para lo que le resta de vida. «La novela de Pérez-Reverte y las canciones y narcocorridos que se hicieron sobre su personaje -le confesó en prisión Sandra Ávila al periodista Julio Scherer- me perjudicaron mucho. Se corrió el bulo de que se había inspirado en mí, me dieron una importancia que no tenía, y sufrí las consecuencias».
El caso de Sandra Ávila, dramático en lo que a ella se refiere, no es único. Desde que existe la literatura, muchos personajes de ficción han pasado la frontera de lo imaginado por el autor para instalarse en una realidad imaginada por los lectores. Esto ha ocurrido en innumerables ocasiones, tanto con personajes reales en los que, con más o menos verdad, se inspiraron entes de ficción, como con personajes ficticios asentados en la imaginación del público hasta considerarse encarnaduras reales. Un buen ejemplo de los auténticos es Charles de Batz Castemore, en cuya vida se inspiró Alejandro Dumas para crear el D'Artagnan de Los tres mosqueteros; y quizá el caso más notable de los imaginados sea Sherlock Holmes, de cuyo museo londinense es casi imposible salir sin la certeza de que él y su colega el doctor Watson existieron realmente. Unos inmortales Holmes y Watson, valga el ejemplo, a los que Javier Marías y yo, cuando andamos de cena o paseando mientas él consume cigarrillo tras cigarrillo, solemos referirnos, con toda naturalidad, como a dos viejos amigos absolutamente reales.
En mi modesta parcela personal, y salvando las siderales distancias con Dumas y Conan Doyle, también se han dado un par de casos. Quizá el más notable sea el capitán Alatriste, cuya existencia real -incluso hay en el Madrid de los Austrias un buen restaurante con su nombre, con el que no tengo nada que ver- dan muchos lectores por cierta, incluida la ingenua directora de un importante centro hispanista de París, que hace tiempo me escribió preguntándome muy formal cómo podía consultar el manuscrito original de las memorias de Íñigo Balboa -Papeles del alférez Balboa- que, según afirmo malvado en alguna de mis novelas, se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Sin embargo, el episodio más fascinante de mi vida en lo que a ficción-realidad se refiere lo viví en Culiacán, Sinaloa, cuando al socaire del éxito de La Reina del Sur regresé allí para que los periodistas Carmen Aristegui y Javier Solórzano realizaran un documental sobre los escenarios de la novela. Estábamos grabando a las cambiadoras de dólares de la calle Juárez, frente al mercadito Buelna -doladeras las llaman, con esa magnífica facilidad mejicana para el neologismo eficaz-, donde la protagonista de mi novela había empezado su azarosa carrera, antes de conocer al Güero Dávila y meterse en líos. Estábamos en eso, platicando con las chicas entre campesinos que bajaban en autobuses de la sierra y narcos que detenían sus Cheyennes, Avalanches y Silverados con los Tigres del Norte atronando por las ventanillas -«Voy a cantar un corrido / escuchen muy bien mis compas / para la Reina del Sur / traficante muy famosa»-, cuando una de las jefas, madura y todavía de buen ver, muy chula y maquillada, se acercó al ver las cámaras. «¿Sobre qué hacen esto?», preguntó, suspicaz. «Sobre la Reina del Sur», respondió Carmen Aristegui. Y entonces, a la doladera jefe se le iluminó la cara, sonrió entusiasmada, señaló un lugar detrás de ella y dijo: «¿Teresita Mendoza, la que se fue a España?... ¿La Tere?... Yo la conocí, y buena amiga mía que era. ¡En esa esquina se ponía!».
22 de febrero de 2015
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