En contra de lo que muchos creen, al empezar 1936 la Falange eran cuatro gatos. Falangistas de verdad, de lo que luego se llamaron camisas viejas, había pocos. Más tarde, con la sublevación de la derecha, la guerra y sobre todo la postguerra, con la apropiación que el franquismo hizo del asunto, aquello creció como la espuma. Pero al principio, como digo, los falangistas apenas tenían peso político. Eran marginales. Su ideología era abiertamente fascista, partidaria de un estado totalitario que liquidase parlamentos y otras mariconadas. Pero a diferencia de los nazis, que eran una pandilla de gángsters liderados por un psicópata y secundados con entusiasmo por un pueblo al que le encantaba delatar al vecino y marcar el paso, y también a diferencia de los fascistas italianos, cuyo jefe era un payaso megalómano con plumas de pavo real a quien Curzio Malaparte –que por un tiempo fue de su cuerda– definió con plena exactitud como «un gran imbécil», la Falange había sido fundada por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador don Miguel. Y aquí había sus matices, porque José Antonio era abogado, culto, viajado, hablaba inglés y francés, y además era guapo, el tío, con una planta estupenda, que ante las jóvenes de derechas, y ante las no tan jóvenes, le daba un aura melancólica de héroe romántico; y ante los chicos de la burguesía y clases altas, de donde salió la mayor parte de los falangistas de la primera hora, lo marcaba con un encanto amistoso de clase y un aire de viril camaradería que los empujaba a seguirlo con entusiasmo; y más en aquella España donde los políticos tradicionales se estaban revelando tan irresponsables, oportunistas e infames como los que tenemos en 2016, sólo que entonces había más hambre e incultura que ahora, y además la gente llevaba pistola. Y aunque de todo había en derechas e izquierdas, o sea, clase alta, media y baja, podríamos apuntar, para aclararnos, que pese a sus esfuerzos la Falange nunca llegó a cuajar entre las clases populares, que la consideraban cosa de señoritos; y que en aquel 1936, que tanta cola iba a traer, lo mejor de la juventud española no es ya que estuviera dividida entre falangistas, carlistas, católicos y derechistas en general, de una parte, y socialistas, anarquistas y comunistas –éstos últimos también todavía minoritarios– de la otra, sino que tales jóvenes, fuertemente politizados, incluso compañeros de estudios o de pandilla de amigos, empezaban a matarse entre sí a tiro limpio, en la calle, con acciones, represalias y contrarrepresalias que aumentaban la presión en la olla. Hasta los estudiantes se enfrentaban, unos como falangistas y otros como miembros de la Federación Universitaria Española (FUE), de carácter marxista. Sobre todo los falangistas, duros y activos, estaban decididos a destruir el sistema político vigente para imponer un estado fascista. Eran agresivos y valientes, pero también lo eran los del bando opuesto; de modo que se sucedían las provocaciones, los tiroteos, los entierros, los desafíos y ajustes de cuentas. Había velatorios en las morgues donde se encontraban, junto a los féretros de sus muertos, jóvenes obreros socialistas y jóvenes falangistas. A veces se acercaban unos a otros a darse tabaco y mirarse de cerca, en trágicas treguas, antes de salir a la calle y matarse de nuevo. Derechas e izquierdas conspiraban sin rebozo, y sólo algunos pringados pronunciaban la palabra concordia. Los violentos y los asesinos seguían siendo minoritarios, pero hacían mucho ruido. Y ese ruido era aprovechado por los golfos que convertían las Cortes en un patio infame de reyertas, chulerías y amenazas. El desorden callejero crecía imparable, y los sucesivos gobiernos perdían el control del orden público por demagogia, indecisión, cobardía o parcialidad política. La llamada gente de orden estaba harta, y las izquierdas sostenían que sólo una revolución podía derribar aquella «república burguesa» a la que consideraban «tan represiva como la monarquía» (titulares de prensa). Unos se volvían hacia Alemania e Italia como solución y otros hacia la Unión Soviética, mientras los sensatos que miraban hacia las democracias de Gran Bretaña o Francia eran sofocados por el ruido y la furia. La pregunta que a esas alturas se hacían todos era si el siguiente golpe de Estado, el puntillazo a la maltrecha República, lo iban a dar las derechas o las izquierdas. Aquello se había convertido en una carrera hacia el abismo. Y cuando pita la locomotora de cualquier abismo, los españoles nunca perdemos la ocasión de subirnos al tren.
[Continuará]
25 de septiembre de 2016
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