Hoy vamos de frívolos. De moda. O quizá, después de todo, en el fondo no sea la cosa tan frívola como parece. Lo cierto es que no estoy nada puesto en tendencias indumentarias, así que lo de hoy cárguenmelo a título de simple observador. Cosas de un fulano de sesenta y cinco tacos de almanaque, que mira y que tiene en la memoria algunos libros y recuerdos de vida que conformaron su forma de mirar. Así que en estos tiempos de pieles tan finas y superficiales, donde basta opinar de cualquier cosa para que –a veces con una osadía fruto de la ignorancia– se desate una cascada de respuestas adversas e indignadas en redes sociales y demás, consideren la página de hoy como simple opinión, personal e intransferible, de alguien a quien su biografía dio motivos para mirar como mira. No se ofendan, por tanto, quienes se crean más o menos aludidos. No deberían. Y si se ofenden, pues oigan. Que les vayan dando.
No sé si es moda reciente o casualidad, pero en los últimos tiempos me cruzo con mucha gente, sobre todo mujeres, vestida con prendas confeccionadas con camuflaje militar: pantalones, chaquetas y cosas así. Una indumentaria que en otros tiempos se denominaba mimetizada; y que, como saben ustedes, sirve principalmente para que cuando un soldado está metido en faena pueda disimularse mejor en el terreno y al enemigo le cueste más echarle el ojo. De toda la vida, esas prendas han sido también utilizadas en la vida no bélica, tanto por cazadores y gente que se mueve en la naturaleza, para quienes lo de camuflarse es importante, como –ahora menos que antes, pero todavía se ve– por gente de oficios rudos para la que van bien prendas sólidas de trabajo: albañiles y currantes así. Yo mismo, nunca en la vida civil sino cuando me ganaba la vida como reportero dicharachero de Barrio Sésamo, me vi obligado –sólo una vez en veintiún años, pero ocurrió– a vestir ropa de esa clase en 1977, en circunstancias que lo aconsejaban bastante. Quiero decir que lo del camuflaje está bien para lo que está. Para camuflarte cuando no quieres que te vean, o cuando alguien puede volarte los huevos, o su equivalente.
Por lo demás, y siempre en mi opinión, la ropa de camuflaje tiene de simpática lo que el presidente Rajoy tiene de respeto a la cultura en España. Cero patatero. Aunque la cosa puede ir más allá. Hasta volverse desasosegante, fíjense. Incluso siniestra. Todo depende, claro, de lo que uno asocie en su cabeza con esas manchas ocres y verdes. De ahí mi extrañeza, e incluso malestar, cuando me cruzo por la calle con un chico que lleva una chaqueta mimetizada, o –de éstas he visto muchas últimamente– una mujer con prendas de camuflaje, que es lo que ahora parece más en boga; sobre todo una clase de pantalones ceñidos, complementados con tacones, o no. Líbreme Dios, o quien sea, de criticar lo que es muy libre de vestir cada cual y cada cuala. Pero lo que no puedo evitar al ver eso es un chirrido interior, como digo. Un malestar personal. Un eco amargo hecho de memoria y de sombras. Me pasa como cuando, más de veinte años después, escucho por la calle lenguas eslavas. Nada tengo contra los eslavos, claro. Pero no puedo evitar que se me disparen automáticamente los recuerdos de tres años en los Balcanes: paisajes hostiles, casas ardiendo, prisioneros llevados a culatazos al matadero, voces con acento eslavo amenazando, ordenando, gimiendo, suplicando.
Dudo mucho que quienes visten tranquilamente esas ropas de camuflaje para ir a tomar una copa o pasear con la familia las llevaran con la misma naturalidad si sus recuerdos se mezclaran con los míos, o con los de tantos otros que estuvieron pisando cristales rotos en lugares desagradables. Dudo también que esos diseñadores de moda frívolos hasta la estupidez –recuerdo desfiles de moda con estilo militar en París, Nueva York y Madrid en plena guerra de Bosnia– se atrevieran a ello de haber transitado, aunque sólo fuera un rato, por lugares donde cuanto quedaba de una familia eran álbumes de fotos pisoteados en el suelo y cuerpos pudriéndose en el patio trasero entre zumbidos de moscas. Donde asesinos vestidos de uniformes confeccionados con la misma tela mataban, violaban, saqueaban y volvían más negro y más horrible el lado oscuro de la vida.
Cada uno es libre de vestir como le salga, naturalmente. Ya lo dije unas líneas más arriba. Sobre todo si no es consciente de lo que significan ciertas prendas. Pero si lo sabe –y por el mundo circula suficiente información como para saberlo–, no debería sorprenderse de que lo miren raro.
9 de abril de 2017
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