Soy visitante habitual de las librerías San Pablo, tanto la que está en la plaza de Jacinto Benavente de Madrid como la de la calle Sierpes de Sevilla. Están especializadas en libros sobre religión, y suelo curiosear en busca de obras de patrología e historia de la Iglesia mientras miro de reojo a la clientela, que a menudo es interesante. Como ni curas ni monjas suelen ir ya de uniforme, me gusta observar su aspecto e indumento, la forma de comportarse ante tal o cual libro, mientras intento establecer lo que son y lo que les interesa. En una ocasión, incluso, tuve la satisfacción de que tres monjas jóvenes me reconocieran y se confesaran lectoras de La piel del tambor, sobre la que una de ellas comentó algo divertido: «Desde que leímos esa novela, siempre clasificamos a los sacerdotes en padres Quart y padres Ferro».
Mi autor moderno favorito, en ese territorio, es Hans Küng. Soy viejo lector del teólogo suizo, disidente y perseguido por el ala más negra y reaccionaria del Vaticano, encarnada sobre todo en el difunto Juan Pablo II y su sucesor, todavía vivo aunque jubilado, el siniestro Ratzinger, en su juventud compañero de Küng y luego jefe de la Inquisición, o Congregación para la Defensa de la Fe, o como diablos se llame ahora. Me gustan la lucidez, la talla intelectual y el coraje de Küng, y considero sus tres volúmenes de memorias un documento clave para comprender lo que ha ocurrido en la Iglesia Católica desde principios del siglo XX. Quizá por eso, dos de sus libros se cuentan entre los que más veces he regalado a gente a la que aprecio: su magnífico y breve La iglesia católica, y su más breve todavía La mujer en el cristianismo, del que basta una cita («El sometimiento de la esposa al marido no forma parte de la esencia del matrimonio cristiano») para comprender por qué el Vaticano azuzó a sus perros negros durante tanto tiempo tras el rastro del irreductible Küng.
El caso es que estoy en la San Pablo sevillana, feliz porque acabo de cazar una edición del Nuevo Testamento en griego, latín y castellano –la de Bover y O’Callaghan– que creía agotada, cuando detecto presencia clerical próxima. Y al levantar la mirada veo a dos sacerdotes jóvenes vestidos como Dios manda: camisa negra y cuello romano. Tienen aspecto aseado y simpático. El más alto es español. El otro, moreno y guapo, hispanoamericano. Miran novedades y conversan hasta que, al encontrar mi mirada, el español sonríe, sorprendido. «Nunca habría imaginado encontrarlo a usted aquí», dice. Le respondo que es fácil encontrarme, pues soy cliente asiduo. El sacerdote explica a su compañero quién soy, y los tres conversamos sobre libros y autores eclesiásticos. Al fin me preguntan si hay algún libro que pueda recomendarles; y yo, sin dudar, les muestro el demoledor Siete papas, de Hans Küng. «Aunque supongo –añado– que ya lo conocen».
Para mi estupefacción, casi dan un paso atrás. Amagan un retroceso físico, instintivo, cuando les muestro el libro, y su ademán tiene algo de prevención medieval ante lo horrendo o diabólico. Sólo es un instante, claro. Son jóvenes educados y sin duda cultos. Rápidamente, la expresión de alarma se desvanece bajo una doble sonrisa. «Eso es droga dura», apunta el español. Lo miro con sorpresa. «¿No han leído nada de Küng?», pregunto. «Nada en absoluto», confirman ambos. «Pero ustedes son jóvenes y tienen formación –insisto–. ¿No sienten curiosidad por saber qué hace a un brillante teólogo ingrato a la Iglesia oficial?». El español encoge los hombros: «No está bien visto. Preferimos tenerlo lejos».
Muevo la cabeza. «Hay puertas que es mejor no abrir», comento. No responden a eso. Nos despedimos y siguen mirando libros mientras los observo pensativo, aún asombrado: dos sacerdotes jóvenes que ante el nombre de un disidente muestran una prevención escandalizada, casi atávica, y afirman sin complejos no haberlo leído. Vade retro, Satanás. Todavía hoy, en la segunda década del siglo XXI. Y es que la sombra siniestra sigue ahí, desde el seminario. Librando aún su antigua guerra contra el tiempo, las luces y la razón.
Al fin me marcho y paso cerca de los curas, que no lo advierten. Me alejo ya cuando oigo decir al español: «Vamos a llevarnos el de los papas que dice Reverte». Así que salgo a la calle Sierpes y a la luz sevillana riendo entre dientes, malévolo. Es divertido, pienso, abrir pequeñas rendijas, humildes grietas en los viejos muros de sombra. Así que chúpate ésa, Ratzinger.
10 de diciembre de 2017
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