Decía el filósofo Diógenes, el del farol y el barril, que para caminar seguro un ser humano debe contar o bien con el estímulo de unos buenos amigos o bien con unos enemigos pertinaces en su odio. Y todo el que se haya movido por los inciertos paisajes de la vida sabe que eso es cierto. A cualquiera con un poco de lucidez aprovechan tanto unos como otros, amigos y enemigos, pues de ambos es capaz de obtener utilidad.
Los enemigos, buscados o espontáneos –los que brotan como setas tras la lluvia, sin razón aparente, suelen ser numerosos–, ayudan a mantenerse vivo. Son como el mar, que cuando navegas te obliga a vivir vigilante, atento al barómetro, la sonda y el horizonte, pues ahí los descuidos matan. Nadie que tenga camino hecho, que haya tomado decisiones, puede jactarse de no dejar cadáveres en la cuneta, o de no haberlo sido él mismo a manos de otros. Vivir cierto tiempo y que todos te quieran no es imposible, pero sí infrecuente. Por eso desconfío tanto del que dice no tener enemigos como de quien afirma tener infinitos amigos. O mienten o son idiotas. Puestos a citar clásicos, Plutarco lo resumió bien: quien se envanece de no tener enemigos, probablemente no tuvo nunca un verdadero amigo.
En cuanto a los amigos de verdad –algunos traen de regalo a sus enemigos para sumarlos a los tuyos–, creo que son el verdadero balance de una vida. El fruto de combates, victorias y derrotas. Una forma de calibrar a alguien es considerar quiénes son sus amigos. Decía Gracián –hoy vengo asquerosamente erudito– que singular grandeza es servirse de sabios, y que una de las mejores cartas a jugar es hacer de los amigos maestros; arrimarse a los sabios, prudentes y valientes que tarde o temprano topan con la ventura: «Prenda de héroe es combinar con héroes».
Entre las escasas certezas que te deja una vida razonablemente larga y agitada, poseo una irrebatible: los amigos abrigan casi tanto como el amor. Amar y ser amado por alguien digno, superior, te engrandece como nada en el mundo; pero también la conciencia de la lealtad, imaginar que algo bueno tendrás para que gente valiosa –buena o mala, porque también hay malvados útiles y fieles en la amistad– te estime y se comprometa por ti, o contigo, es uno de los grandes premios que puede alcanzar el ser humano. Pienso mucho en eso ahora que envejezco, la vida me despoja cada vez de más cosas, y miro al futuro sin ver apenas algo más que el pasado. Lo meditaba el otro día, cenando con algunos amigos, periodistas todos. También en cierto modo ellos son el balance de mi vida, me dije. La prueba de que algo habré hecho bien, después de todo.
Reflexioné mucho sobre eso mientras los escuchaba. Por lo general no soy muy conversador en esas cenas; prefiero que ellos cuenten cosas. Estaban allí el veterano y entrañable Raúl del Pozo, a quien conocí en el diario Pueblo hace casi medio siglo, y también Ignacio Camacho –quizá el mejor y más lúcido analista político actual– y los jóvenes Antonio Lucas, David Gistau, Manuel Jabois y Edu Galán. Nos reunimos de vez en cuando a cenar en Casa Lucio, en el Madrid viejo (a veces invitamos a alguien especial como Calamaro, Eslava Galán, Álex de la Iglesia o Juan Soto Ivars), o a conceder el ya prestigioso Premio de Periodismo de Opinión que creamos hace cuatro años con el nombre de Raúl –se nos ocurrió una noche algo pasados de copas, en Lucio–, que consiste en una cena con el ganador en Casa Paco, Puerta Cerrada, y que hasta ahora hemos otorgado a Enric González, Sol Gallego-Díaz, Pedro Cuartango y Carlos Alsina. Y les aseguro que raras veces me he visto reunido con tanto talento profesional y tanta inteligencia. Lo interesante es que, siendo como son de los periodistas más brillantes que conozco, cada cual es de su padre y su madre. Trabajan en medios distintos y tienen ideas diversas: Camacho escribe en ABC, Edu trajina la muy salvaje Mongolia, Gistau y Lucas curran en El Mundo y Jabois en El País. Pero rara vez vi tanta admiración y respeto mutuos, tanta necesidad de aprender unos de otros. Tanta lealtad y tanta nobleza, aun más insólitas en los sectarios y sucios tiempos políticos que corren.
Por eso la otra noche, escuchándolos en torno a unos solomillos con vino tinto, pensé de nuevo en cuanto acabo de escribir más arriba. En lo orgulloso que estoy de que esos fulanos sean mis amigos, como del resto de nombres que llena mi vieja mochila. En los vivos y en los que ya están muertos. Y también en Diógenes, Plutarco, Gracián y tantos otros cuyas palabras y libros me ayudaron a buscarlos, reconocerlos y apropiarme de ellos como botín de vida.
17 de marzo de 2019
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