Escribir novelas tiene efectos secundarios. O puede tenerlos. En mi caso, durante cierto tiempo –suele ser de uno a dos años– vivo inmerso en un mundo complejo, ficticio, paralelo al real, hecho de libros que leo, de documentación diversa, de conversaciones con gente útil, de paseos con libreta de notas o cámara fotográfica por los lugares adecuados para utilizar como escenarios. Mientras la historia toma forma en mi cabeza y las páginas se amontonan despacio en el ordenador y en la mesa de trabajo –siempre imprimo, corrijo en papel con pluma estilográfica y vuelvo a teclear–, observo el mundo y mi propia vida en ese estado de continuo acecho, de tensión permanente de cazador con el zurrón dispuesto. Procuro mirar el mundo como lo hacen mis personajes. Nutrirlos con lo que me nutre. Y así, cuanto en ese tiempo hago, observo, imagino, alcanza a ser útil, o puede serlo, para la historia que tengo entre manos.
Como sabe cualquiera de mis lectores, la topografía literaria es muy importante para mí. Los escenarios a los que antes aludía. Hay un placer singular en moverse con rigor por donde van a hacerlo tus personajes, mirar lo que ellos miran, caminar por donde ellos caminan. De cada novela escrita, ésos son mis momentos favoritos, incluso antes de escribir una línea: cuando los imagino sentados donde yo lo estoy, asomados al balcón de la misma habitación de hotel, mirando tal o cual paisaje. Cuando siento como suyo el ruido de mis pasos por una calle desierta de Culiacán, París, Buenos Aires, Beirut o Venecia. En realidad escribo novelas para eso: para multiplicar mi vida por otras vidas, otros lugares, otras aventuras que no cabrían en mi simple existencia. Por eso soy un novelista feliz que mira, imagina y escribe.
Pienso en eso estos días, en Tánger. No había vuelto aquí desde que escribí Eva, segunda parte de la trilogía de mi espía Lorenzo Falcó. Mientras trabajaba en la novela vine a menudo, explorando todo cuanto podía serme útil para contar bien la historia: calles, restaurantes, cafés, lugares apropiados. Recuerdo mi caminata por el bulevar Pasteur en busca de una casa idónea para una peligrosa emboscada –la encontré en el número 28–, o cómo, en una terraza del Zoco Chico, procuraba imaginar a los marinos franquistas y republicanos sentados en los cafés Fuentes y Central. Y también mi larga búsqueda por la parte alta de la Kasbah, hasta que di con ella, de la casa adecuada para Moira Nikolaos; o cómo, desde la terraza del hotel Continental, con un plano antiguo y otro moderno sobre la mesa y con ayuda de fotos de la época, intentaba imaginar aquel mismo lugar en 1936.
Y es extraño. O ya sólo es curioso. Conocía bien Tánger antes de escribir la novela; pero desde que lo hice, la ciudad es distinta en mi cabeza. Ahora soy incapaz de verla como antes, pues todo en ella se me aparece transformado por cuanto imaginé y escribí. Hay calles y edificios a los que, sin darme cuenta, aludo no por su nombre actual, sino por el que tenían hace ochenta y tres años. Y a menudo, cuando me detengo a mirar una casa, una plaza, una vista panorámica, no puedo evitar que lo imaginado o lo reconstruido se superponga al presente. Hay detalles modernos que borro automáticamente de mi visión, como si no existieran. Cual si fueran molestos, sin derecho a estar allí, porque perturban la imagen intensa que tengo de ese lugar. Lo que escribí. Lo que de verdad recuerdo.
He caminado, en fin y de nuevo, por Tánger en compañía de mi ya viejo amigo Falcó, y del sicario Paquito Araña, y de los marinos del Martín Álvarez y el Mount Castle. He fumado cigarrillos y hachís, he bebido absenta, he matado, torturado y corrido peligro, mirando a mi espalda en callejas estrechas donde acechan un disparo o un navajazo. Me he emborrachado con un legionario francés en el cabaret de la Hamruch, y tras golpear sin compasión a un hombre he aliviado mi dolor de cabeza tomando cafiaspirinas en el bar del hotel Cecil. También he recibido a media noche la sigilosa visita de Eva Neretva en la habitación 108 del hotel Continental, he peleado con ella a vida o muerte al pie de la muralla, junto al mar, y he visto barcos zarpar entre la niebla al amanecer, rumbo a su último viaje. Y con todo eso, situaciones, personajes, fantasmas familiares que me acompañarán durante el resto de mi vida, sumándose a los de otros personajes en otros lugares y otros relatos, he deambulado satisfecho, feliz, con una sonrisa absorta y agradecida, por esta ciudad que ya siempre será para mí la de la novela que escribí sobre ella, y ninguna otra.
24 de marzo de 2019
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