Les decía en el primer episodio, me parece, que dos o tres influencias previas, exteriores, no pueden ser pasadas por alto respecto a los primeros balbuceos de nuestra vieja historia. De su nacimiento, por decirlo de alguna manera. Una es la cultura o culturas mesopotámicas, que como vimos tuvieron su intríngulis; y otra, más conocida por nosotros, es el antiguo Egipto: las pirámides, los faraones y tal. Lo de los egipcios no es ninguna tontería porque, turismo y momias aparte, su peso en el Mediterráneo de la antigüedad fue decisivo. Si nuestros abuelos fueron, por decirlo de alguna manera, los pueblos del mar Egeo, a mesopotámicos y egipcios hay que reconocerles la condición de tíos abuelos e incluso, en algunas cosas, tatarabuelos de pata negra. También a los hebreos, pero cada cosa a su tiempo.
En principio fue el Nilo, y ahí está la madre del cordero. Sin ese río larguísimo, Egipto sería un desierto. Pero sus crecidas, que aportaban agua y limo necesarios para la vida, la agricultura, la caza y la pesca (hasta el calendario egipcio era un calendario agrícola), a partir del momento en que pudieron controlarse dieron lugar a una civilización que fue la más refinada, poderosa e influyente de la antigüedad preclásica. El Egipto que conocemos como tal, el de los faraones, nació hacia el 3150 antes de Cristo, más o menos, con nombres legendarios a los que, dicho en cursi, velan las brumas del pasado: el Rey Escorpión, Menes (que fundó Menfis), el Rey Serpiente, e incluso una reina (la primera faraona antes de Lola Flores) que tuvo un nombre precioso: Meryt-Neit. Entre unos y otros, sucediéndose, asesinándose y casándose entre hermanos, que eran cosas típicas de los reyes de entonces, fueron fundando dinastía tras dinastía. Treinta y una de ellas hubo, nada menos, hasta que Alejandro Magno, como contaremos en su momento, se apoderó del país en el siglo IV antes de Cristo y se acabó la fiesta.
La historia de ese lugar asombroso se mueve entre dos tendencias por las que pasaron todos los imperios que en el mundo han sido: poder absoluto muy centralizado, que se corresponde con tiempos de máximo esplendor, y anarquía y fragmentación en pequeños reinos y principados, o sea, ruina patatera. Pero entre pitos y flautas aquello duró mucho. Por su situación, el antiguo Egipto tenía todas las papeletas para convertirse en potencia y encrucijada de culturas. El valle del Nilo comunicaba por abajo con el Mediterráneo, lo que suponía intenso comercio con el Egeo, y por arriba con las riquezas del África negra. Además, hacia levante se relacionaba con Siria, Palestina, Mesopotamia y los pueblos orientales; así que, menos por la parte occidental de Libia (habitada por gente más bien desértica y bruta), de donde solían venir los enemigos, todo estaba bajo control. El comercio, los intercambios y la cultura circulaban en varios sentidos, había viruta y en qué gastarla. Aquello era Hollywood. Arquitectos a los que Calatrava sólo serviría para llevar un café, ejércitos entrenados, aliados útiles y una administración eficaz hicieron de Egipto lo que hoy fotografían los turistas: una civilización moderna, poderosa y apabullante.
No hay mucha historia escrita de allí, y es una lástima. No conocemos historiadores egipcios como luego serían los griegos y los romanos. En templos y edificios oficiales hubo anales y cosas parecidas, pero casi todo se perdió, y lo más viejo que se conserva, del siglo XIII-XII antes de Cristo, son listas en piedra y papiro con nombres de faraones (alguno con nombre de película de Almodóvar, como un tal Pepi). Sin embargo, con el tiempo, sucesos que parecen sacados de una novela de aventuras y misterio iluminaron parte de ese mundo olvidado. Pero eso, para darle emoción al asunto, se lo contaré a ustedes en el siguiente episodio.
[Continuará]
2 de mayo de 2021
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