Todavía quedan ecos de la polémica sobre el pabellón que Santiago Sierra montó en la bienal de Venecia, ya saben: aquella instalación rodeada por un muro, con el nombre de España tapado con bolsas de plástico, a la que sólo se dejaba entrar a quienes tenían un DNI español, y que, una vez dentro, no encontraban más que escombros, un cuarto de baño hecho polvo y restos de material de construcción. Algunos amigos cabroncetes, al corriente de que soy tan reaccionario en materia de arte que de los bisontes de Altamira para acá todo me parece asquerosamente moderno -ese chico, Velázquez, hizo mucho daño con sus vanguardismos-, me han estado metiendo el dedo en la boca con el asunto. Qué te parece la performance, chaval. O lo que sea. Cómo lo ves. Y creo haberlos decepcionado, porque mi respuesta ha sido todo el tiempo la misma. Me parece estupendo, o sea. Chachi. Lo que ignoro es si lo de Venecia fue arte o no lo fue. No estoy cualificado para apreciar el mérito -sin duda, enorme- de una lata de cocacola aplastada, ni de una escoba sucia. Conceptual, es el término. Creo. Lo que tengo claro es que ese concepto no me interesa un carajo. Prefiero mis bisontes; o, puestos en ultramodernos, la Batalla de San Romano, que también tiene su cosita. Bolsas de basura lleno yo cada día, y no necesito bienales ni artistas para reflexionar sobre el concepto de que el mundo es una puñetera bazofia. Pero eso no quita para que lo de Venecia me haya parecido de perlas.
En primer lugar, al gobierno español -a todos los gobiernos- le encanta que le den hostias. Vas a un ministro, por ejemplo, le pegas una patada en los huevos diciendo que se trata de una performance artística, y si recibir performances en los huevos suena a vanguardista y a socialmente correcto, el ministro se descojona de risa y encima te subvenciona las botas. Eso tiene su solera y su tradición: la historia del arte, de la literatura, de la música, está llena de aristócratas y burgueses dispuestos a pagar tanto para que los adularan como para que los pusieran en ridículo; y a menudo tuvieron más éxito social no siempre parejo con su talento real- los artistas provocadores que los otros. Pese a que la palabra vanguardia ya no tiene sentido, o tal vez justo por eso, buena parte de las llamadas expresiones artísticas modernas circulan libremente, valga la antítesis, por ese carril. Me parece adecuado, entonces, que el concepto de España presente en Venecia haya sido el de un muro que circunda un espacio desolador y lleno de escombros, al que además se restringió el acceso; hasta el punto de que el jurado de la bienal, al no poder entrar en el pabellón, no le prestó la menor atención a la hora de los premios y las distinciones. «Tapar la palabra España del pabellón es como subrayarla -explicaba el artista-. Hemos creado una burbuja de vacío, y eso invita a pensar». Luego, supongo, se fumó un puro. Pero tenía razón: invita a pensar, y mucho. Por ejemplo, en la imaginación y el trabajo de tantos jóvenes artistas españoles que luchan sin que nadie les ofrezca bienales venecianas, cada cual en la medida de su genio y sus posibilidades, demostrando que entre la mediocridad, la provocación fácil, el oportunismo y la imbecilidad hay también mucho talento, o coraje. Ignoro si tal es el caso de Santiago Sierra, de quien no conceptúo más que las burbujas de vacío, y me faltan datos.
Pero propuestas como la suya, incluso si parecen -o son- una gilipollez, expresan perfectamente el hecho de que vivimos inmersos en una monumental gilipollez. Y a fin de cuentas, de eso se trata. El arte, entre otras cosas -hay quien valora esto por encima de todo, y hay quien no-, es también reflexión sobre su momento. Desde ese punto de vista, un muro infranqueable, un inodoro atascado y un suelo lleno de basura reflejan mejor la realidad española que el pincho de tortilla, Carmen Martínez-Bordiú en la portada del Hola, o los cuadros de Goya que están colgados todos los días en el Prado, y que sólo visitamos haciendo colas enormes y empujándonos, sudorosos y cabreados, cuando nos dicen que se celebra el centenario de Goya. Así que, para la próxima bienal, sugiero un pabellón imaginario, que ni siquiera esté allí, pero con el nombre de España bien visible en la puerta inexistente, y dentro, como único y elocuente elemento conceptual, una mierda virtual del tamaño exacto del sombrero de un picador.
29 de junio de 2003
En primer lugar, al gobierno español -a todos los gobiernos- le encanta que le den hostias. Vas a un ministro, por ejemplo, le pegas una patada en los huevos diciendo que se trata de una performance artística, y si recibir performances en los huevos suena a vanguardista y a socialmente correcto, el ministro se descojona de risa y encima te subvenciona las botas. Eso tiene su solera y su tradición: la historia del arte, de la literatura, de la música, está llena de aristócratas y burgueses dispuestos a pagar tanto para que los adularan como para que los pusieran en ridículo; y a menudo tuvieron más éxito social no siempre parejo con su talento real- los artistas provocadores que los otros. Pese a que la palabra vanguardia ya no tiene sentido, o tal vez justo por eso, buena parte de las llamadas expresiones artísticas modernas circulan libremente, valga la antítesis, por ese carril. Me parece adecuado, entonces, que el concepto de España presente en Venecia haya sido el de un muro que circunda un espacio desolador y lleno de escombros, al que además se restringió el acceso; hasta el punto de que el jurado de la bienal, al no poder entrar en el pabellón, no le prestó la menor atención a la hora de los premios y las distinciones. «Tapar la palabra España del pabellón es como subrayarla -explicaba el artista-. Hemos creado una burbuja de vacío, y eso invita a pensar». Luego, supongo, se fumó un puro. Pero tenía razón: invita a pensar, y mucho. Por ejemplo, en la imaginación y el trabajo de tantos jóvenes artistas españoles que luchan sin que nadie les ofrezca bienales venecianas, cada cual en la medida de su genio y sus posibilidades, demostrando que entre la mediocridad, la provocación fácil, el oportunismo y la imbecilidad hay también mucho talento, o coraje. Ignoro si tal es el caso de Santiago Sierra, de quien no conceptúo más que las burbujas de vacío, y me faltan datos.
Pero propuestas como la suya, incluso si parecen -o son- una gilipollez, expresan perfectamente el hecho de que vivimos inmersos en una monumental gilipollez. Y a fin de cuentas, de eso se trata. El arte, entre otras cosas -hay quien valora esto por encima de todo, y hay quien no-, es también reflexión sobre su momento. Desde ese punto de vista, un muro infranqueable, un inodoro atascado y un suelo lleno de basura reflejan mejor la realidad española que el pincho de tortilla, Carmen Martínez-Bordiú en la portada del Hola, o los cuadros de Goya que están colgados todos los días en el Prado, y que sólo visitamos haciendo colas enormes y empujándonos, sudorosos y cabreados, cuando nos dicen que se celebra el centenario de Goya. Así que, para la próxima bienal, sugiero un pabellón imaginario, que ni siquiera esté allí, pero con el nombre de España bien visible en la puerta inexistente, y dentro, como único y elocuente elemento conceptual, una mierda virtual del tamaño exacto del sombrero de un picador.
29 de junio de 2003