domingo, 29 de junio de 2003

Burbujas de vacío y otras performances


Todavía quedan ecos de la polémica sobre el pabellón que Santiago Sierra montó en la bienal de Venecia, ya saben: aquella instalación rodeada por un muro, con el nombre de España tapado con bolsas de plástico, a la que sólo se dejaba entrar a quienes tenían un DNI español, y que, una vez dentro, no encontraban más que escombros, un cuarto de baño hecho polvo y restos de material de construcción. Algunos amigos cabroncetes, al corriente de que soy tan reaccionario en materia de arte que de los bisontes de Altamira para acá todo me parece asquerosamente moderno -ese chico, Velázquez, hizo mucho daño con sus vanguardismos-, me han estado metiendo el dedo en la boca con el asunto. Qué te parece la performance, chaval. O lo que sea. Cómo lo ves. Y creo haberlos decepcionado, porque mi respuesta ha sido todo el tiempo la misma. Me parece estupendo, o sea. Chachi. Lo que ignoro es si lo de Venecia fue arte o no lo fue. No estoy cualificado para apreciar el mérito -sin duda, enorme- de una lata de cocacola aplastada, ni de una escoba sucia. Conceptual, es el término. Creo. Lo que tengo claro es que ese concepto no me interesa un carajo. Prefiero mis bisontes; o, puestos en ultramodernos, la Batalla de San Romano, que también tiene su cosita. Bolsas de basura lleno yo cada día, y no necesito bienales ni artistas para reflexionar sobre el concepto de que el mundo es una puñetera bazofia. Pero eso no quita para que lo de Venecia me haya parecido de perlas.

En primer lugar, al gobierno español -a todos los gobiernos- le encanta que le den hostias. Vas a un ministro, por ejemplo, le pegas una patada en los huevos diciendo que se trata de una performance artística, y si recibir performances en los huevos suena a vanguardista y a socialmente correcto, el ministro se descojona de risa y encima te subvenciona las botas. Eso tiene su solera y su tradición: la historia del arte, de la literatura, de la música, está llena de aristócratas y burgueses dispuestos a pagar tanto para que los adularan como para que los pusieran en ridículo; y a menudo tuvieron más éxito social no siempre parejo con su talento real- los artistas provocadores que los otros. Pese a que la palabra vanguardia ya no tiene sentido, o tal vez justo por eso, buena parte de las llamadas expresiones artísticas modernas circulan libremente, valga la antítesis, por ese carril. Me parece adecuado, entonces, que el concepto de España presente en Venecia haya sido el de un muro que circunda un espacio desolador y lleno de escombros, al que además se restringió el acceso; hasta el punto de que el jurado de la bienal, al no poder entrar en el pabellón, no le prestó la menor atención a la hora de los premios y las distinciones. «Tapar la palabra España del pabellón es como subrayarla -explicaba el artista-. Hemos creado una burbuja de vacío, y eso invita a pensar». Luego, supongo, se fumó un puro. Pero tenía razón: invita a pensar, y mucho. Por ejemplo, en la imaginación y el trabajo de tantos jóvenes artistas españoles que luchan sin que nadie les ofrezca bienales venecianas, cada cual en la medida de su genio y sus posibilidades, demostrando que entre la mediocridad, la provocación fácil, el oportunismo y la imbecilidad hay también mucho talento, o coraje. Ignoro si tal es el caso de Santiago Sierra, de quien no conceptúo más que las burbujas de vacío, y me faltan datos.

Pero propuestas como la suya, incluso si parecen -o son- una gilipollez, expresan perfectamente el hecho de que vivimos inmersos en una monumental gilipollez. Y a fin de cuentas, de eso se trata. El arte, entre otras cosas -hay quien valora esto por encima de todo, y hay quien no-, es también reflexión sobre su momento. Desde ese punto de vista, un muro infranqueable, un inodoro atascado y un suelo lleno de basura reflejan mejor la realidad española que el pincho de tortilla, Carmen Martínez-Bordiú en la portada del Hola, o los cuadros de Goya que están colgados todos los días en el Prado, y que sólo visitamos haciendo colas enormes y empujándonos, sudorosos y cabreados, cuando nos dicen que se celebra el centenario de Goya. Así que, para la próxima bienal, sugiero un pabellón imaginario, que ni siquiera esté allí, pero con el nombre de España bien visible en la puerta inexistente, y dentro, como único y elocuente elemento conceptual, una mierda virtual del tamaño exacto del sombrero de un picador.

29 de junio de 2003

lunes, 23 de junio de 2003

Cine sin nicotina


Pues ya saben. Según idea de la Organización Mundial de la Salud, recientemente abrazada con entusiasmo por la ministra española de Sanidad, doña Ana Pastor, sus tiernos zagales -los de la ministra, si los tiene, y los de ustedes- pueden estar delante de la tele toda su pequeña y puta vida viendo degüellos, orgasmos, violaciones, tiroteos y masacres con bombas inteligentes o de las otras, y no pasa nada. De nada. Incluso pueden ver sin pestañear, cada vez que encienden la tele, a Yola Berrocal depilándose la bisectriz en directo, y al Pocholo de los huevos haciendo el aeroplano mientras doscientos marujos del público aplauden y babean. Al fin y al cabo, es bueno que los niños y niñas españoles y españolas se acostumbren a lo que les espera en este país de imbéciles. Pero si a uno de los actores de tal o cual película se le ocurre encender un pitillo, alto ahí. Noool. En tal caso, ni lo duden: abaláncense sobre el enano y tápenle los ojos, o apaguen la tele en el acto. Clic.

Esa es la medida preventiva individual, provisional, fundamental, mientras se pone a punto una normativa para prohibir a los menores de 18 años las películas en las que se fume. La ministra de Sanidad lo ha dicho bien clarito, insinuando incluso la posibilidad, en España, no de una censura -por favor, en una democracia consolidada como ésta-, sino de leyes ad hoc, autorregulaciones y pactos con productores, exhibidores y televisiones, etcétera. Y conociendo este país, donde todo cristo se apunta a la demagogia y al qué dirán, que no cuestan nada y quedas de cojón de pato, ya me imagino a esos diputados votando todos juntos, Peneuve, Pepé, Pesoe, Izquierda Unida de Toda la Vida: cine sin tabaco, televisión sin tabaco, cafés sin tabaco, estancos sin tabaco. Polvos sin tabaco. Y los chicos de Operación Triunfo en videoclip cantando España, pulmones blancos de mi esperanza. Todo solidario y real como la vida misma.

Y ahora, en lo del cine, cuéntenme qué hacemos con Casablanca, por ejemplo. Con Gilda. Con Forajidos. Con Burt Lancaster en Los profesionales. Con Harvey Keitel en Smoke. Con Henry Fonda camino del O.K. Corral en Pasión de los fuertes. Con la pipa holmesiana de Basil Rathbone en El perro de los Baskerville. Con El hombre que mató a Liberty Balance, cuando John Wayne le dice a James Stewart: «Recuerda... Recuerda» entre el humo de un cigarro. Díganme qué harían los soldados de Un paseo bajo el sol sin tabaco, o cómo se lo montaría Marlene Dietrich sin fumar en El expreso de Shangai, Fatalidad o Siete pecadores. Explíquenme despacio, incluidas todas las alternativas posibles, qué hacemos con la escena cumbre de Tener o no tener, cuando Humphrey Bogart y esa Lauren Bacall que está para mojar pan, la criatura, dialogan sobre el acto de curvar los labios y soplar en la puerta de la habitación del hotel de Frenchie, con el pretexto de unos cigarrillos y una caja de fósforos... ¿Qué hacemos con esas descaradas promociones de la nicotina? A ver, ministra. ¿Las emitimos por la tele, pero censuradas, aliviándolas de las escenas fumatorias? No creo. Si otros se quedan en las medias tintas de la puntita nada más, nosotros, con nuestra fe de conversos a lo que se tercie, iremos, supongo, hasta las últimas consecuencias, o más.

A talibanes de lo socialmente adecuado no nos gana nadie; y, en cuestiones de mens sana in corpore insepulto -o como se diga-, a los españoles, o lo que seamos últimamente, no va a mojarnos nadie la oreja. Así que no me cabe duda: habrá debate parlamentario y unanimidad al respecto. Nada de medias tintas. Lo que haremos es prohibir esas películas, y a tomar por saco. Nada de emitirse en la tele. En su lugar meterán obras maestras del cine español, de ésas que el Ministerio de Sanidad va a apoyar a partir de ahora: películas donde los soldados de la guerra civil no fumen en las trincheras y donde las putas de la calle Montera chupen pastillas Juanola. Y además, cosa obligatoria, todas las tapas de los vídeos y los cedés donde haya humo irán rotuladas asín: ver esta película perjudica seriamente la salud. Luego, ya tomada carrerilla, puede hacerse lo mismo con las películas donde aparezca gente bebiendo alcohol, diciendo palabrotas o jiñándose en la madre que parió a los Estados Unidos de América; que, con tanta mierda políticamente correcta, empeñados en transformar el mundo a imagen y semejanza de sus turistas y sus marines, nos están volviendo a todos gilipollas.

22 de junio de 2003

lunes, 16 de junio de 2003

Alcaldes para todos y todas


Ahora que han transcurrido un par de semanas y todo está consumado, de momento, y nadie puede tomar esto por injerencia interesada en la campaña electoral, puedo al fin comentarles lo que he estado callando todo este tiempo, semana a semana, artículo tras artículo, mientras me rechinaban los dientes de tanto apretar la boca para no reírme. Me refiero al argumento de campaña del Pesoe; la frase que salía en cada cartel junto al careto del candidato -o candidata, que ahí está el intríngulis- en cuestión: Un alcalde para todos y todas. Lo que más me pone es imaginar cómo se gestó la cosa. Esa reunión en la calle Ferraz de Madriz. Esos altos ejecutivos del partido socialista obrero de aquí. Esos expertos en publicidad electoral. Y, supervisando el cotarro, ese tigre de Bengala, ese Clint Eastwood del hemiciclo, ese malote de película, ese Liberty Valance de la política nacional llamado José Luis Rodríguez Zapatero. A ver esas frases de campaña, demanda el tigre. Pues hemos pensado, dice alguien, en algo así como un alcalde para el pueblo. Me gusta, dice Zapatero. Pero le falta punch. Le falta redondear la idea. ¿Qué tal un alcalde para el pueblo popular?, apunta otro. Eso ya me gusta más, señala el líder carismático. Va más en nuestra línea y aclara el concepto. Lo malo es que lo de popular recuerda un poco a Alianza Popular, por una parte, y al Frente Popular por la otra. Y no sé qué es peor.

Además, que una rosa es ser socialistas y obreros, como por ejemplo tú, Caldera, o tú, Blanco, o yo mismo sin ir más lejos, y otra cosa es ser populares. No jodamos. No es lo mismo juntos que revueltos. No es lo mismo tener un programa de centro-izquierda caracterizado precisa y cuidadosamente por la ausencia de programa, a fin de que nuestra horquilla electoral sea más amplia, que incurrir en deshonestas demagogias. Cien años de honradez nos avalan. O más. ¿Y qué tal un alcalde para todos?, pregunta alguien. No está mal, responde Zapatero; pero le falta contenido. Le falta garra que agarre. ¿Me explico? Pues oye, apunta otro creativo. Ya que estamos en eso, a quien no le va mal es al lehendakari Ibarretxe con esa murga de los ciudadanos y ciudadanas vascos y vascas. En vez de descojonarse de risa y decirle oye, chaval, no nos tomes por gilipollos y gilipollas, allí la gente va y lo vota, o por lo menos lo votan algunos y algunas; y lo mismo, pasito misí, pasito misá, hasta libera a Euzkadi de la brutal opresión franquista y los hace independientes e independientas del Corte Inglés un día de estos. Y será una imbecilidad y una demagogia barata y todo lo que quieras, pero la cosa ha hecho fortuna.

Ahora todo cristo, para que no lo tachen de machista y de carca y de españolisto y españolista, se apresura a cepillarse el género neutro y se apunta a la cosa de los pavos y las pavas. Pues tienes razón, responde Zapatero. El otro día, sin ir más lejos, hasta uno de esos fascistas del Pepé dijo algo sobre la educación infantil, hablando del futuro que espera a los niños y a las niñas de España. Por no hablar de los soldados y soldadas, los conserjes y conserjas, los pacientes y pacientas, las dentistas y dentistas, los maricones y las mariconas. Algo está cambiando en este país, y el Pesoe tiene que estar por cojones y ovarios a la cabeza de ese cambio. Es más: la guerra de el Prestige, el terremoto de Argelia y la neumonía china han demostrado que nosotros somos el cambio. No hay más que verme en el Parlamento, cómo me los como sin pelar? Así que, decidido: el lema de esta campaña será Un alcalde o una alcaldesa socialista o socialisto para todos y todas. ¿Cómo lo veis? ¿Ein?

Lo vemos de post meridian, contestan los adláteres. Tienes un pico de oro, jefe. Pero igual conviene acortarlo un poco. El eslogan. Lo mismo con tanto texto no nos cabe la foto del candidato o la candidata en el cartel; y ya sabes, patrón, que sin las caras sonrientes, honradas y honestas de los políticos y políticas españoles en carteles pegados por las calles, las campañas electorales no tendrían ni la mitad del morbo y la morba que tienen. Fíjate si no en el Pepé, que son astutos y astutas que te cagas, y han puesto para su campaña por la presidencia autonómica de Madrid la cara de Esperanza Aguirre asín de grande; y con esa torda ya podemos darnos por jodidos y jodidas, porque seguro que arrasa. No hay como la cara de la Espe puesta en un cartel y mirándote como te mira, para barrer en las urnas. Así que Madrid, olvidadlo. Tampoco vamos a pretender triunfar en todas partes. Hay que ser realistas. Y realistos.

15 de junio de 2003

lunes, 9 de junio de 2003

Esa vieja guerra nuestra


Acabo de leer La mula, que es la última novela de Juan Eslava Galán. Cosa que les cuento aquí, haciéndole publicidad por la cara, porque Juan es amigo mío. Muy amigo. Tanto, que hasta me dejó meterlo como chulo de putas sevillano del siglo XVII en la última novela de nuestro compadre Alatriste, haciéndolo asaltar un galeón cargado con oro en la desembocadura del Guadalquivir, junto a Saramago el Portugués y otros espadachines reclutados entre la escoria de las Españas. A fin de cuentas, los amigos están para eso: para meterlos en las novelas y en los artículos y en donde se tercie, y para decir que sus novelas o sus películas o sus novias son guapísimas y cojonudas, aunque no lo sean. Faltaría más. De cualquier manera, en este caso no hay pegas. La mula está muy bien. Lo que pasa es que sale en un momento en el que hay circulando por ahí doscientas novelas sobre la guerra civil española, algunas buenísimas y otras no tanto. El género parece haberse puesto de moda, y temo que alguien piense que Juan, tecleador contumaz y prolífico, se haya subido al carro. Y como resulta que conozco esta novela desde que su autor me la contó, hace ya varios años, considero de justicia precisar el asunto. Más que nada, porque siempre hay algún tiñalpa de los que viven de contar cómo habrían mejorado ellos, si quisieran, los libros que escriben otros, a quien a lo mejor se le ocurre decir -lo mismo lo ha dicho ya, el hijoputa- que esta novela es oportunismo literario y se aprovecha de los trenes baratos. Así que hoy les endiño a ustedes novela de Juan Eslava. Un día es un día.

La mula cuenta la historia de Juan Castro Pérez, cabo acemilero de la Tercera Bandera de la Falange de Canarias. Uno de los miles de españoles, carne de cañón, que se vieron atrapados en la charcutería de 1936, tanto en un bando como en el otro, y cuya guerra particular, en este caso, consiste en mantener camuflada entre sus bestias otra mula que ha encontrado en el campo de batalla, con la que confía quedarse para arar la tierra en su pueblo cuando acabe la guerra. Juan Eslava, que ya había tocado el asunto -adelantándose a la moda, ahora que caigo- hace años con su novela Señorita, revisa esta vez nuestra barbarie civil con esa mirada que tanto me gusta de él: la ironía, el humor inteligente, la ternura por los míseros peones del sangriento ajedrez nacional; por esos pobres soldaditos llevados y traídos por los de siempre, que lo mismo intercambian tabaco y noticias de su pueblo con el enemigo que se destrozan con la crueldad y la violencia que marcan todas nuestras tragedias. Siempre en el marco desolador de la incultura, la ausencia de pensamiento crítico, la fuerza bruta militar, el dominio del clero, la reacción derechista, el caos de la izquierda y la oposición entre la España urbana y la rural, elementos que marcaron trágicamente la España de la primera mitad del siglo XX, y que todavía colean.

Para quien sepa leer y captar sus matices, su humor agridulce, su goteo de mala leche, La mula no es una novela más sobre nuestra guerra civil, ni tampoco uno de esos esperpentos maniqueos que aparecen con frecuencia, tanto en la literatura como en el cine, donde todos los del bando republicano son hermanitas de la Caridad y todos los del otro falangistas malvados y repeinados con brillantina -antes era al contrario: falangistas guapos, limpios y heroicos, y milicianos crueles, sucios y zarrapastrosos-, y donde cualquier parecido con la realidad y el rigor histórico es pura coincidencia -en una película reciente, por ejemplo, un guardia civil de los años 40 se presenta con las inverosímiles palabras: «me llamo Jordi»-.

Y no podía ser de otro modo porque la historia que cuenta Juan Eslava está inspirada en una historia real: la de su padre, herrador y acemilero, que combatió primero con los rojos, luego con los nacionales, y estaba en Valsequillo durante la última acometida de la República, cuando veintitantos tanques rompieron el frente el 5 de enero de 1939. La novela se basa en los recuerdos del anciano ex combatiente, que Juan grabó en cinta magnetofónica. Luego fue a Valsequillo y anduvo por las viejas trincheras, recogiendo oxidados trozos de metralla y vainas de maúser, reconstruyendo en su imaginación todo aquello, sesenta años después. Así escribió La mula: mezclando realidad y ficción hasta el punto de que su padre, al leerla, miró de reojo a su mujer, se llevó a Juan aparte, y en voz baja le preguntó: «Hijo, ¿de verdad me follé yo a una falangista?».

8 de junio de 2003

lunes, 2 de junio de 2003

El eco de los propios pasos


Hoy voy a hablarles de cosas frívolas, porque no se me ocurre otra maldita cosa. Diré, por ejemplo, que nunca usé zapatos de gamuza azul como los de una canción que tal vez nadie recuerda. En cuanto a los otros, la vida que llevé durante dos décadas me acostumbró al calzado cómodo; lo que en aquel tiempo era un problema. Aunque parezca mentira -el mundo ha cambiado mucho en treinta años- la indumentaria informal que todos usamos ahora no estaba todavía de moda, los panamá y los timberland y esas marcas no existían ni en la imaginación, y tan difícil era conseguir aquella clase de calzado como un tres cuartos, un pantalón chino de algodón o una camisa cómoda con bolsillos grandes que aguantara un mes en los pantanos de Nicaragua o en el desierto de Tibesti. Los que necesitábamos esas prendas para vivir con una mochila al hombro, solíamos proveernos con equipos militares que parecieran lo menos militares posibles, evitando siempre el color verde, que te convertía en blanco de los tiros de todo cristo. Yo me equipaba en las tiendas de ropa para marinos, donde había pantalones y camisas de faena confeccionadas en algodón caqui. El algodón era fundamental, pues soportabas mejor su roce con el sudor y la suciedad, mientras que los tejidos sintéticos te llagaban la piel. Todavía conservo, descolorida pero en uso, alguna de aquellas viejas y recias camisas.

Con el calzado, como he dicho antes, ocurría lo mismo. Por aquel tiempo -mediados de los setenta- hasta las zapatillas de deporte eran de lona. Para irte por ahí no había otra cosa que el calzado clásico, botas de campo o montaña que no eran prácticas para viajar, o botas militares. Yo tenía las mías de paracaidista, pero las usaba poco; entre otras cosas porque te hacían ampollas y daban mucho calor en la selva, y en las ciudades te podían identificar con un guerrillero; como le ocurrió a Alfonso Rojo, que por entonces también empezaba en el oficio, cuando estuvieron a punto de fusilarlo los somocistas en Nicaragua, precisamente por calzar unas botas de ésas. La solución la encontré en un tipo de bota ligera inglesa, o botín, de ante y suela de goma, con el que me las apañé hasta que las modas cambiaron, la gente empezó a vestirse como si acabara de llegar de Vietnam, y ese tipo de prendas, que entonces los guiris llamaban ropa casual, fue fácil de encontrar en todos sitios.

Pero me voy por las ramas, porque estaba hablando de zapatos. El caso es que las botas cortas de ante las sigo usando, como las camisas de algodón, pues me quedó la costumbre. Lo que pasa es que, en los últimos diez años, desde que me jubilé de vagabundo, la vida de la tecla y los daños colaterales que implica me obligan a usar, a veces, ropa y calzado clásico, de ese que mis padres se empeñaban en colocarme de jovencito, cuando pretendían hacer de mí un caballero. Y debo confesar algo: con los años, desde que me pongo chaqueta con más frecuencia, he vuelto a tenerles respeto a los zapatos de toda la vida. Zapatos, españoles -como saben, aquí tenemos los mejores del mundo, o casi- sobrios, sólidos, de cordones, negros o marrón oscuro, con suela de material, a los que, por razones de seguridad, pues nunca sabes dónde acecha la piel de plátano, siempre les hago poner unas tapas de talón de goma. Zapatos cuya propia naturaleza te obliga a llevar siempre limpios, relucientes, con el cuero bien pulido. Zapatos que saben envejecer con dignidad, de esos a los que se refería mi abuelo cuando comentaba que la ropa, para llevarla bien -aparte de cómo sea cada cual, que ése es otro asunto- debe tener tres cualidades: buena, usada sin ser vieja, y ligeramente pasada de moda.

O sea, que mejor una prenda excelente que seis malas, lo mismo que siempre es preferible un grabado antiguo o una buena litografía a varios cuadros infames. Con mi editor Juan Cruz, a quien siempre reprocho que use desastrosos zapatos sin lustrar y con gruesas suelas de goma, suelo tener largas broncas al respecto. Te privas, le digo, del acto de engrasar y lustrar despacio tus zapatos por la noche, como un soldado del XVII engrasaba el arnés de su espada. Y además, sólo con unos buenos zapatos de toda la vida es posible escuchar los propios pasos: el eco de ti mismo en una habitación, en una escalera, en un viejo café, en las calles de una ciudad antigua. En la madera del puente de las Artes de París, en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, en las noches silenciosas e invernales de Venecia. Unos buenos zapatos ayudan a creer que no pasas por la vida sin dejar huella.

1 de junio de 2003