Hoy voy a hablarles de cosas frívolas, porque no se me ocurre otra maldita cosa. Diré, por ejemplo, que nunca usé zapatos de gamuza azul como los de una canción que tal vez nadie recuerda. En cuanto a los otros, la vida que llevé durante dos décadas me acostumbró al calzado cómodo; lo que en aquel tiempo era un problema. Aunque parezca mentira -el mundo ha cambiado mucho en treinta años- la indumentaria informal que todos usamos ahora no estaba todavía de moda, los panamá y los timberland y esas marcas no existían ni en la imaginación, y tan difícil era conseguir aquella clase de calzado como un tres cuartos, un pantalón chino de algodón o una camisa cómoda con bolsillos grandes que aguantara un mes en los pantanos de Nicaragua o en el desierto de Tibesti. Los que necesitábamos esas prendas para vivir con una mochila al hombro, solíamos proveernos con equipos militares que parecieran lo menos militares posibles, evitando siempre el color verde, que te convertía en blanco de los tiros de todo cristo. Yo me equipaba en las tiendas de ropa para marinos, donde había pantalones y camisas de faena confeccionadas en algodón caqui. El algodón era fundamental, pues soportabas mejor su roce con el sudor y la suciedad, mientras que los tejidos sintéticos te llagaban la piel. Todavía conservo, descolorida pero en uso, alguna de aquellas viejas y recias camisas.
Con el calzado, como he dicho antes, ocurría lo mismo. Por aquel tiempo -mediados de los setenta- hasta las zapatillas de deporte eran de lona. Para irte por ahí no había otra cosa que el calzado clásico, botas de campo o montaña que no eran prácticas para viajar, o botas militares. Yo tenía las mías de paracaidista, pero las usaba poco; entre otras cosas porque te hacían ampollas y daban mucho calor en la selva, y en las ciudades te podían identificar con un guerrillero; como le ocurrió a Alfonso Rojo, que por entonces también empezaba en el oficio, cuando estuvieron a punto de fusilarlo los somocistas en Nicaragua, precisamente por calzar unas botas de ésas. La solución la encontré en un tipo de bota ligera inglesa, o botín, de ante y suela de goma, con el que me las apañé hasta que las modas cambiaron, la gente empezó a vestirse como si acabara de llegar de Vietnam, y ese tipo de prendas, que entonces los guiris llamaban ropa casual, fue fácil de encontrar en todos sitios.
Pero me voy por las ramas, porque estaba hablando de zapatos. El caso es que las botas cortas de ante las sigo usando, como las camisas de algodón, pues me quedó la costumbre. Lo que pasa es que, en los últimos diez años, desde que me jubilé de vagabundo, la vida de la tecla y los daños colaterales que implica me obligan a usar, a veces, ropa y calzado clásico, de ese que mis padres se empeñaban en colocarme de jovencito, cuando pretendían hacer de mí un caballero. Y debo confesar algo: con los años, desde que me pongo chaqueta con más frecuencia, he vuelto a tenerles respeto a los zapatos de toda la vida. Zapatos, españoles -como saben, aquí tenemos los mejores del mundo, o casi- sobrios, sólidos, de cordones, negros o marrón oscuro, con suela de material, a los que, por razones de seguridad, pues nunca sabes dónde acecha la piel de plátano, siempre les hago poner unas tapas de talón de goma. Zapatos cuya propia naturaleza te obliga a llevar siempre limpios, relucientes, con el cuero bien pulido. Zapatos que saben envejecer con dignidad, de esos a los que se refería mi abuelo cuando comentaba que la ropa, para llevarla bien -aparte de cómo sea cada cual, que ése es otro asunto- debe tener tres cualidades: buena, usada sin ser vieja, y ligeramente pasada de moda.
O sea, que mejor una prenda excelente que seis malas, lo mismo que siempre es preferible un grabado antiguo o una buena litografía a varios cuadros infames. Con mi editor Juan Cruz, a quien siempre reprocho que use desastrosos zapatos sin lustrar y con gruesas suelas de goma, suelo tener largas broncas al respecto. Te privas, le digo, del acto de engrasar y lustrar despacio tus zapatos por la noche, como un soldado del XVII engrasaba el arnés de su espada. Y además, sólo con unos buenos zapatos de toda la vida es posible escuchar los propios pasos: el eco de ti mismo en una habitación, en una escalera, en un viejo café, en las calles de una ciudad antigua. En la madera del puente de las Artes de París, en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, en las noches silenciosas e invernales de Venecia. Unos buenos zapatos ayudan a creer que no pasas por la vida sin dejar huella.
1 de junio de 2003
Con el calzado, como he dicho antes, ocurría lo mismo. Por aquel tiempo -mediados de los setenta- hasta las zapatillas de deporte eran de lona. Para irte por ahí no había otra cosa que el calzado clásico, botas de campo o montaña que no eran prácticas para viajar, o botas militares. Yo tenía las mías de paracaidista, pero las usaba poco; entre otras cosas porque te hacían ampollas y daban mucho calor en la selva, y en las ciudades te podían identificar con un guerrillero; como le ocurrió a Alfonso Rojo, que por entonces también empezaba en el oficio, cuando estuvieron a punto de fusilarlo los somocistas en Nicaragua, precisamente por calzar unas botas de ésas. La solución la encontré en un tipo de bota ligera inglesa, o botín, de ante y suela de goma, con el que me las apañé hasta que las modas cambiaron, la gente empezó a vestirse como si acabara de llegar de Vietnam, y ese tipo de prendas, que entonces los guiris llamaban ropa casual, fue fácil de encontrar en todos sitios.
Pero me voy por las ramas, porque estaba hablando de zapatos. El caso es que las botas cortas de ante las sigo usando, como las camisas de algodón, pues me quedó la costumbre. Lo que pasa es que, en los últimos diez años, desde que me jubilé de vagabundo, la vida de la tecla y los daños colaterales que implica me obligan a usar, a veces, ropa y calzado clásico, de ese que mis padres se empeñaban en colocarme de jovencito, cuando pretendían hacer de mí un caballero. Y debo confesar algo: con los años, desde que me pongo chaqueta con más frecuencia, he vuelto a tenerles respeto a los zapatos de toda la vida. Zapatos, españoles -como saben, aquí tenemos los mejores del mundo, o casi- sobrios, sólidos, de cordones, negros o marrón oscuro, con suela de material, a los que, por razones de seguridad, pues nunca sabes dónde acecha la piel de plátano, siempre les hago poner unas tapas de talón de goma. Zapatos cuya propia naturaleza te obliga a llevar siempre limpios, relucientes, con el cuero bien pulido. Zapatos que saben envejecer con dignidad, de esos a los que se refería mi abuelo cuando comentaba que la ropa, para llevarla bien -aparte de cómo sea cada cual, que ése es otro asunto- debe tener tres cualidades: buena, usada sin ser vieja, y ligeramente pasada de moda.
O sea, que mejor una prenda excelente que seis malas, lo mismo que siempre es preferible un grabado antiguo o una buena litografía a varios cuadros infames. Con mi editor Juan Cruz, a quien siempre reprocho que use desastrosos zapatos sin lustrar y con gruesas suelas de goma, suelo tener largas broncas al respecto. Te privas, le digo, del acto de engrasar y lustrar despacio tus zapatos por la noche, como un soldado del XVII engrasaba el arnés de su espada. Y además, sólo con unos buenos zapatos de toda la vida es posible escuchar los propios pasos: el eco de ti mismo en una habitación, en una escalera, en un viejo café, en las calles de una ciudad antigua. En la madera del puente de las Artes de París, en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, en las noches silenciosas e invernales de Venecia. Unos buenos zapatos ayudan a creer que no pasas por la vida sin dejar huella.
1 de junio de 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario