Hubo un tiempo en que regresabas a tu casa a las tantas de la madrugada, al terminar el trabajo o cantando Asturias patita querida después de pegarle bien al tarro con las amistades, o volviéndote a mirar por última vez y con media sonrisa cierta ventana en la que acababa de apagarse la luz. El asfalto relucía recién regado, con el reflejo de las farolas entre las dos luces del amanecer, y tú marcabas imaginarios pasos de baile para evitar el agua que corría bajo los bordillos de las aceras. Sorteabas cubos vacíos de basura, apretando el paso con ganas de llegar a casa y meterte en la cama. Alumbrado, soñoliento, triste, feliz o hecho polvo, según el día y las circunstancias. A veces, con el cuello de la chaqueta subido para protegerte del frío, le pedías fuego a uno de los hombres que regaban, con aquellas mangueras de brillante caño de cobre, las calles desde las esquinas. Los encontrabas un poco por todas partes y en cualquier ciudad: brigadas de empleados municipales con mangueras y escobas, adecentando la ciudad, logrando que en aquellos amaneceres oliese a asfalto y adoquín limpio. Como si le extendieran una carta blanca de confianza y buena voluntad al día que llegaba, y a las vidas que estaban a punto de reanudarse.
Recordaba aquellos manguerazos nocturnos hace cosa de una semana, en la plaza principal de cierta pequeña ciudad española, observando la actuación de uno de esos cochecitos de la limpieza con que los ayuntamientos, para ahorrarse personal y salarios y pluses, y de paso pagar comisiones, contratas, subcontratas, y comprarle material de alta tecnología al cuñado Ceferino, que es representante, sustituyen por todas partes a los concienzudos hombres del traje de pana y la manguera. Eran las diez de la mañana y el conductor del artilugio iba y venía al volante de un ingenio enano equipado con ruedas y cepillos y chorritos de agua, plis-plas, de un lado a otro de la plaza, como en los coches eléctricos, deshaciendo, eso sí, los montones de suciedad acumulada para extender la mierda de forma mucho más equitativa, más repartida por los cuatro o cinco mil metros cuadrados de baldosines de la plaza. Una plaza que, según me contaron, es el ojito derecho del alcalde, porque debajo construyeron su aparcamiento favorito tras cargarse hasta el último árbol en un kilómetro a la redonda.
La siguiente escena tuvo lugar, hace un par de días, en el centro de otra ciudad más grande, hora punta, un traficó de mil diablos, y a las doce y media, hora discreta donde las haya, un camión aljibe del servicio de limpieza municipal circulaba lentamente, con una enorme cola de automóviles detrás a paso lento, soltando chorros de agua laterales que, menos el asfalto y el bordillo de las aceras, mojaba de todo: los coches aparcados en doble fila, las piernas de los transeúntes en los pasos de peatones, los cochecitos de los niños. El asombro de viandantes y damnificados varios constaba de dos fases: estupor inicial ante la inútil estupidez del chorlito, indignación al comprender que, regando de ese modo y en pleno día, el ayuntamiento no paga horas nocturnas a los empleados, y con un solo conductor por aljibe se ahorra personal.
Cuéntenme ahora, se lo ruego, esa milonga pampera de que los avances tecnológicos en el ramo de la limpieza y los chorros del oro mejoran la dignidad laboral del personal de la manguera, que de ese modo puede pasar las noches en casa, viendo a Nieves Herrero y a Lobatón. Porque el personal de la manguera donde está ahora es en la cola del paro, mentando a la madre que parió al ayuntamiento y al inventor del cochecito modelo Mister Proper Tres En Uno, o como se llame. Ocurre como con esos demagogos que van por ahí alardeando de que ellos nunca se dejan limpiar los zapatos por un limpiabotas, porque es humillante para quien le da al cepillo, y rebaja la dignidad del individuo. Cuando lo que el limpiabotas necesita, precisamente, son muchos clientes y muchas propinas para vivir, que de lo otro ya hablaremos luego, señorito, sobre todo cuando me vea con mi escopeta en la mano. Y el día que el pobre limpia se tropieza con demasiados defensores de su dignidad personal, tiene que irse a casa con los bolsillos vacíos a oír cómo sus churumbeles piden pan. Las cosas tienen que cambiar, dicen los wiardepipol cantamañanas entre gambas y cañas de cerveza, dándole al desgraciado palmaditas en el hombro y estirándose menos que Voltaire en catecismos. Pero mientras cambian habrá que comer, responde el limpia. Nos han fastidiado aquí, los redentores.
Y así tenemos las ciudades. Y los zapatos.
22 de enero de 1995
Recordaba aquellos manguerazos nocturnos hace cosa de una semana, en la plaza principal de cierta pequeña ciudad española, observando la actuación de uno de esos cochecitos de la limpieza con que los ayuntamientos, para ahorrarse personal y salarios y pluses, y de paso pagar comisiones, contratas, subcontratas, y comprarle material de alta tecnología al cuñado Ceferino, que es representante, sustituyen por todas partes a los concienzudos hombres del traje de pana y la manguera. Eran las diez de la mañana y el conductor del artilugio iba y venía al volante de un ingenio enano equipado con ruedas y cepillos y chorritos de agua, plis-plas, de un lado a otro de la plaza, como en los coches eléctricos, deshaciendo, eso sí, los montones de suciedad acumulada para extender la mierda de forma mucho más equitativa, más repartida por los cuatro o cinco mil metros cuadrados de baldosines de la plaza. Una plaza que, según me contaron, es el ojito derecho del alcalde, porque debajo construyeron su aparcamiento favorito tras cargarse hasta el último árbol en un kilómetro a la redonda.
La siguiente escena tuvo lugar, hace un par de días, en el centro de otra ciudad más grande, hora punta, un traficó de mil diablos, y a las doce y media, hora discreta donde las haya, un camión aljibe del servicio de limpieza municipal circulaba lentamente, con una enorme cola de automóviles detrás a paso lento, soltando chorros de agua laterales que, menos el asfalto y el bordillo de las aceras, mojaba de todo: los coches aparcados en doble fila, las piernas de los transeúntes en los pasos de peatones, los cochecitos de los niños. El asombro de viandantes y damnificados varios constaba de dos fases: estupor inicial ante la inútil estupidez del chorlito, indignación al comprender que, regando de ese modo y en pleno día, el ayuntamiento no paga horas nocturnas a los empleados, y con un solo conductor por aljibe se ahorra personal.
Cuéntenme ahora, se lo ruego, esa milonga pampera de que los avances tecnológicos en el ramo de la limpieza y los chorros del oro mejoran la dignidad laboral del personal de la manguera, que de ese modo puede pasar las noches en casa, viendo a Nieves Herrero y a Lobatón. Porque el personal de la manguera donde está ahora es en la cola del paro, mentando a la madre que parió al ayuntamiento y al inventor del cochecito modelo Mister Proper Tres En Uno, o como se llame. Ocurre como con esos demagogos que van por ahí alardeando de que ellos nunca se dejan limpiar los zapatos por un limpiabotas, porque es humillante para quien le da al cepillo, y rebaja la dignidad del individuo. Cuando lo que el limpiabotas necesita, precisamente, son muchos clientes y muchas propinas para vivir, que de lo otro ya hablaremos luego, señorito, sobre todo cuando me vea con mi escopeta en la mano. Y el día que el pobre limpia se tropieza con demasiados defensores de su dignidad personal, tiene que irse a casa con los bolsillos vacíos a oír cómo sus churumbeles piden pan. Las cosas tienen que cambiar, dicen los wiardepipol cantamañanas entre gambas y cañas de cerveza, dándole al desgraciado palmaditas en el hombro y estirándose menos que Voltaire en catecismos. Pero mientras cambian habrá que comer, responde el limpia. Nos han fastidiado aquí, los redentores.
Y así tenemos las ciudades. Y los zapatos.
22 de enero de 1995
1 comentario:
He aquí un artículo con vigencia. Después de 18 años, sigue emocionándome como el primer día. Qué bueno poder rescatarlo.
(¿Que demuestre que no soy un robot?
Coño, eso sí es una pregunta de oposición)
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