Cielo santo. Eran pocas las desgracias que nos afligen, y el caos de este mundo infame nos asesta un nuevo mazazo: corren malos tiempos para el caviar. Corro al ordenador a teclear mi consternación, pues acabo de oír por la radio a un ilustre gastrónomo, hombre exquisito y experto, según parece, en caldos bordoleses y manjares sublimes, de esos que afirman con toda su alma que beberse un rioja del 82 con una codorniz estofada es un acto cultural comparable a leer El Lazarillo de Tormes. Y el sujeto en cuestión se lamentaba, en forma muy sentida, del problema que se les plantea este invierno a quienes, como él, son partidarios del caviar fresco en su variedad beluga, cuya textura, consistencia y cremosidad en el paladar, antepone -personalmente-a los otros dos principales tipos, a saber: asetra y sevruga.
Resulta, por si alguno de ustedes es tan inculto o tan estúpido que aún lo ignora, que las 128 toneladas de caviar vendidas en el mundo el invierno pasado se reducen este año a cincuenta, y los precios -qué poca vergüenza- subirán entre un diez y un veinte por ciento. O sea, que una latita de nada, de cincuenta mil pesetas puede ponerse en sesenta mil así, por las buenas. Y por las palabras del citado gastrónomo -«si hacemos abstracción del precio, el caviar es un exquisito manjar objetivo», afirmaba el fulano- infiero que eso va a ser causa de que buena parte de los hogares españoles se vean forzados este año a ensombrecer sus vidas prescindiendo de tan popular alimento, lo que, convendrán conmigo, pasa de castaño oscuro. Hoy, sin ir más lejos, el cartero, el mensajero de Urbexpress y el del butano me han preguntado, inquietos, si se sabe algo de la situación del caviar. Por lo visto sus respectivas tienen qué hacer la compra del día y no saben a qué atenerse.
Pero no es sólo cuestión de precio, se lamentaba el buen hombre de la radio, sino también de abastecimiento. Por lo visto, como la antigua Unión Soviética se ha convertido en una especie de merienda de negros, con tanto checheno y tanto mafioso incontrolado y con las reservas de vodka -tradicional alivio del alma rusa- monopolizadas por ese tierno osito de peluche llamado Yeltsin, los pescadores del Caspio dicen que este invierno va a pescar esturiones Rita Karenina la Cantaora. Así que el arduo trabajo de abastecer el mercado recae sobre los colegas iraníes de la otra orilla, que no dan abasto por mucho que se encomienden a Dios -Alá, en su caso- y a San Jomeini.
Porque, a ver: ¿que son cincuenta toneladas de caviar para abastecer al mundo? Pura morralla, si tenemos en cuenta que la mitad de esa cantidad la consume Suiza, país poblado por gente sencilla, modestos cuentacorrentistas de la Caja de Ahorros de Lausana y cosas así, y que la otra mitad se distribuye entre los veinte chiringuitos que la casa Caviar House tiene un poco por aquí y por allá. Así que, tal y como está el panorama, y con semejante conjunción funesta, calculen cuántas latas llegarán a los estantes de Jumbo, Pryca, Hipercor, o al super de la esquina. Y las amas de casa españolas van a tener que apañarse con huevas de sardinas en aceite. Que, no se crean, también cuestan un huevo.
Coincido en que es intolerable, y comparto el malestar del experto radiofónico que, por el tono y los juicios emitidos, debe de almorzar a diario champaña francés con beluga a cucharadas y en lebrillo. No me extrañaría un pelo que, tras su brillante campaña de pacificación en la antigua Yugoslavia, las Naciones Unidas decidan tomar cartas en el asunto, como cuando lo de Kuwait -al fin y al cabo, el petróleo y el caviar los disfrutan los mismos- y adopten medidas drásticas para solventar la papeleta, demostrando a esos cosacos de agua dulce, a esos bateleros del Volga de vía estrecha, a esos cobardes de la estepa, que no se juega impunemente con el caviar nuestro de cada día. Imagínense el cuadro: los marines invadiendo los pozos de caviar, los cascos átales protegiendo las rutas de suministro, el portaaeronaves Príncipe de Asterias rumbo a los Dardanelos con gasoil sólo para el trayecto de ida, y el ministro Solana en Bruselas, sudando tinta para justificar la operación Tormenta del Caspio como de costumbre, con muchos plurales y muchas sonrisas. Ya saben: los del grupo de contacto adoptaremos severas medidas, el presidente González garantiza personalmente. España come poco caviar pero no podemos consentir, nuestros soldados no corren allí el menor riesgo, etcétera.
Aunque, bien pensado, si no tienen caviar, que se jodan.
15 de enero de 1995
Resulta, por si alguno de ustedes es tan inculto o tan estúpido que aún lo ignora, que las 128 toneladas de caviar vendidas en el mundo el invierno pasado se reducen este año a cincuenta, y los precios -qué poca vergüenza- subirán entre un diez y un veinte por ciento. O sea, que una latita de nada, de cincuenta mil pesetas puede ponerse en sesenta mil así, por las buenas. Y por las palabras del citado gastrónomo -«si hacemos abstracción del precio, el caviar es un exquisito manjar objetivo», afirmaba el fulano- infiero que eso va a ser causa de que buena parte de los hogares españoles se vean forzados este año a ensombrecer sus vidas prescindiendo de tan popular alimento, lo que, convendrán conmigo, pasa de castaño oscuro. Hoy, sin ir más lejos, el cartero, el mensajero de Urbexpress y el del butano me han preguntado, inquietos, si se sabe algo de la situación del caviar. Por lo visto sus respectivas tienen qué hacer la compra del día y no saben a qué atenerse.
Pero no es sólo cuestión de precio, se lamentaba el buen hombre de la radio, sino también de abastecimiento. Por lo visto, como la antigua Unión Soviética se ha convertido en una especie de merienda de negros, con tanto checheno y tanto mafioso incontrolado y con las reservas de vodka -tradicional alivio del alma rusa- monopolizadas por ese tierno osito de peluche llamado Yeltsin, los pescadores del Caspio dicen que este invierno va a pescar esturiones Rita Karenina la Cantaora. Así que el arduo trabajo de abastecer el mercado recae sobre los colegas iraníes de la otra orilla, que no dan abasto por mucho que se encomienden a Dios -Alá, en su caso- y a San Jomeini.
Porque, a ver: ¿que son cincuenta toneladas de caviar para abastecer al mundo? Pura morralla, si tenemos en cuenta que la mitad de esa cantidad la consume Suiza, país poblado por gente sencilla, modestos cuentacorrentistas de la Caja de Ahorros de Lausana y cosas así, y que la otra mitad se distribuye entre los veinte chiringuitos que la casa Caviar House tiene un poco por aquí y por allá. Así que, tal y como está el panorama, y con semejante conjunción funesta, calculen cuántas latas llegarán a los estantes de Jumbo, Pryca, Hipercor, o al super de la esquina. Y las amas de casa españolas van a tener que apañarse con huevas de sardinas en aceite. Que, no se crean, también cuestan un huevo.
Coincido en que es intolerable, y comparto el malestar del experto radiofónico que, por el tono y los juicios emitidos, debe de almorzar a diario champaña francés con beluga a cucharadas y en lebrillo. No me extrañaría un pelo que, tras su brillante campaña de pacificación en la antigua Yugoslavia, las Naciones Unidas decidan tomar cartas en el asunto, como cuando lo de Kuwait -al fin y al cabo, el petróleo y el caviar los disfrutan los mismos- y adopten medidas drásticas para solventar la papeleta, demostrando a esos cosacos de agua dulce, a esos bateleros del Volga de vía estrecha, a esos cobardes de la estepa, que no se juega impunemente con el caviar nuestro de cada día. Imagínense el cuadro: los marines invadiendo los pozos de caviar, los cascos átales protegiendo las rutas de suministro, el portaaeronaves Príncipe de Asterias rumbo a los Dardanelos con gasoil sólo para el trayecto de ida, y el ministro Solana en Bruselas, sudando tinta para justificar la operación Tormenta del Caspio como de costumbre, con muchos plurales y muchas sonrisas. Ya saben: los del grupo de contacto adoptaremos severas medidas, el presidente González garantiza personalmente. España come poco caviar pero no podemos consentir, nuestros soldados no corren allí el menor riesgo, etcétera.
Aunque, bien pensado, si no tienen caviar, que se jodan.
15 de enero de 1995
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