La Feria del Libro de Bogota es impresionante. Uno llega a Colombia con esa estúpida actitud de superioridad que solemos adoptar los de esta orilla, creyendo encontrar poco más que garabatos indígenas sobre hojas de maíz cosidas a mano, y se tropieza con un esfuerzo, un despliegue cultural y un alarde de interés y profesionalidad que aquí, en la Madre Patria por llamarla de alguna forma, le calentaría las orejas a más de un periculto responsable de nuestro alto nivel, Maribel.
Acabo de pasar allí unos días, y los indiecitos, los sudacas a quienes nuestros policías culturalmente superiores miran con recelo en el control de pasaportes de Barajas, me han administrado una inolvidable lección de vergüenza torera. En la feria de Bogotá había pabellones, música, salas de conferencias, actos culturales de todo tipo. Y sobre todo gente, mucha gente. Un público diverso que atestaba el recinto y se paseaba entre los libros mirando, tocando. Los días festivos, familias con niños se llevaban la merienda y acampaban por todas partes, y al anochecer, los soldados de guardia en la puerta -guantes blancos y botas lustradas para suavizar la negra apariencia de los fusiles- los miraban irse cargados con bolsas llenas de libros o cuentos para los críos.
Pocas veces hallé tanta consideración respecto a la palabra impresa y al libro. Ni tanta veneración por el castellano, el español que dicen allí, como lengua y como vehículo de placer y de conocimiento. Durante una semana he visto a los colombianos acercarse a los textos y a los autores españoles con un respeto que no es complejo de inferioridad, sino la certeza de compartir memoria y cultura, copropietarios por derecho de un tesoro común que nos hace mejores y más libres.
Lectores que buscan claves en sus textos favoritos; autores que comparten contigo aficiones y experiencias profesionales; críticos que en vez de perdonar la vida, ajustar cuentas personales o contarnos cómo hubieran escrito ellos la obra de otros, se esfuerzan por orientar al lector y dotarlo de brújula para que navegue por ella con libertad.
Tiene gracia la cosa. Aquí, en la residencia del Gran Padre Blanco, en la cuna del talento y las bellas letras, nos pasamos la vida haciendo posturitas ante el espejo mientras echamos miradas de desdén a las viejas colonias. Y cuando autores o críticos nos dejamos caer por allí lo hacemos con la inaudita pretensión de impartir doctrina, participando en ciclos de conferencias bajo títulos como: La narrativa en el próximo milenio, Coordenadas para la comprensión de la nueva Literatura universal, El futuro de la novela depende del que suscribe, o cosas por el estilo. Y sentados en los bancos de primera fila, tomando notas aplicadamente, los indiecitos guaraníes nos escuchan con un respeto que no nos merecemos, mientras tienen la generosidad de llamarnos maestro. Lo que supone un exceso de bondad en gentes que, muy a menudo, aman la Literatura, la conocen y la practican mucho mejor que todos los Viracochas juntaletras que nos dejamos caer por sus lares a darles palmaditas en el hombro.
Total: que uno vuelve de Bogotá con una purga de humildad, y además con dos libros indígenas en el equipaje (no sé si les sonarán a ustedes, porque al fin y al cabo, Colombia, ya me entienden). Uno es Tras las rutas de Maqroll el Gaviero, sobre un tal Alvaro Mutis. El otro colombiano quizá también les resulte familiar: Del amor y otros demonios, por un cierto Gabriel García Márquez. E insisto en su nacionalidad colombiana porque aquí, para aceptar la grandeza, solemos sacarlos de contexto, como si fueran apátridas o españoles mal censados, sin domicilio fijo, que sólo hubieran nacido allá por mero accidente.
Y mientras, uno pasa páginas a diez mil metros de altura sobre el Atlántico, lee las cosas que escriben los pobres sudacas, navega junto a Maqroll y se enamora de Sierva María de los Ángeles. Y, bueno, se dice que un país como España, capaz de pedir visado a gente que aprendió a leer deletreando el Quijote, merece tener los Roldanes, los Rubios, los Solchagas, los Gobiernos, los políticos, las joyas de las artes y las letras que tiene. O que tenemos. Y uno medita sobre esto mientras vuela de regreso a Europa, lamentando no hacerlo con Avianca, como a la ida, donde fue tratado de modo impecable, en lugar de estar aquí, en Iberia, deseando con toda el alma que el avión entre en una térmica, dé un salto y a la azafata de Business Class se le tuerza el nudo de la corbata. Como mínimo.
15 de mayo de 1994
Acabo de pasar allí unos días, y los indiecitos, los sudacas a quienes nuestros policías culturalmente superiores miran con recelo en el control de pasaportes de Barajas, me han administrado una inolvidable lección de vergüenza torera. En la feria de Bogotá había pabellones, música, salas de conferencias, actos culturales de todo tipo. Y sobre todo gente, mucha gente. Un público diverso que atestaba el recinto y se paseaba entre los libros mirando, tocando. Los días festivos, familias con niños se llevaban la merienda y acampaban por todas partes, y al anochecer, los soldados de guardia en la puerta -guantes blancos y botas lustradas para suavizar la negra apariencia de los fusiles- los miraban irse cargados con bolsas llenas de libros o cuentos para los críos.
Pocas veces hallé tanta consideración respecto a la palabra impresa y al libro. Ni tanta veneración por el castellano, el español que dicen allí, como lengua y como vehículo de placer y de conocimiento. Durante una semana he visto a los colombianos acercarse a los textos y a los autores españoles con un respeto que no es complejo de inferioridad, sino la certeza de compartir memoria y cultura, copropietarios por derecho de un tesoro común que nos hace mejores y más libres.
Lectores que buscan claves en sus textos favoritos; autores que comparten contigo aficiones y experiencias profesionales; críticos que en vez de perdonar la vida, ajustar cuentas personales o contarnos cómo hubieran escrito ellos la obra de otros, se esfuerzan por orientar al lector y dotarlo de brújula para que navegue por ella con libertad.
Tiene gracia la cosa. Aquí, en la residencia del Gran Padre Blanco, en la cuna del talento y las bellas letras, nos pasamos la vida haciendo posturitas ante el espejo mientras echamos miradas de desdén a las viejas colonias. Y cuando autores o críticos nos dejamos caer por allí lo hacemos con la inaudita pretensión de impartir doctrina, participando en ciclos de conferencias bajo títulos como: La narrativa en el próximo milenio, Coordenadas para la comprensión de la nueva Literatura universal, El futuro de la novela depende del que suscribe, o cosas por el estilo. Y sentados en los bancos de primera fila, tomando notas aplicadamente, los indiecitos guaraníes nos escuchan con un respeto que no nos merecemos, mientras tienen la generosidad de llamarnos maestro. Lo que supone un exceso de bondad en gentes que, muy a menudo, aman la Literatura, la conocen y la practican mucho mejor que todos los Viracochas juntaletras que nos dejamos caer por sus lares a darles palmaditas en el hombro.
Total: que uno vuelve de Bogotá con una purga de humildad, y además con dos libros indígenas en el equipaje (no sé si les sonarán a ustedes, porque al fin y al cabo, Colombia, ya me entienden). Uno es Tras las rutas de Maqroll el Gaviero, sobre un tal Alvaro Mutis. El otro colombiano quizá también les resulte familiar: Del amor y otros demonios, por un cierto Gabriel García Márquez. E insisto en su nacionalidad colombiana porque aquí, para aceptar la grandeza, solemos sacarlos de contexto, como si fueran apátridas o españoles mal censados, sin domicilio fijo, que sólo hubieran nacido allá por mero accidente.
Y mientras, uno pasa páginas a diez mil metros de altura sobre el Atlántico, lee las cosas que escriben los pobres sudacas, navega junto a Maqroll y se enamora de Sierva María de los Ángeles. Y, bueno, se dice que un país como España, capaz de pedir visado a gente que aprendió a leer deletreando el Quijote, merece tener los Roldanes, los Rubios, los Solchagas, los Gobiernos, los políticos, las joyas de las artes y las letras que tiene. O que tenemos. Y uno medita sobre esto mientras vuela de regreso a Europa, lamentando no hacerlo con Avianca, como a la ida, donde fue tratado de modo impecable, en lugar de estar aquí, en Iberia, deseando con toda el alma que el avión entre en una térmica, dé un salto y a la azafata de Business Class se le tuerza el nudo de la corbata. Como mínimo.
15 de mayo de 1994
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