domingo, 22 de mayo de 1994

La colilla en la boca


Hojeando un libro sobre la Guerra Civil encuentro una foto en blanco y negro, con fusiles y alpargatas y tipos en mangas de camisa que se llevan a un hombre para fusilarlo. Es una foto vieja de casi sesenta años; una de esas que pudo hacer Robert Capa y tanto gustaban a aquel fulano, Hemingway. A quien, por cierto, no sé quién dio vela en este entierro -ya tenía yo ganas de decir esto- y tanto le gustaba venir a España a ver cómo matábamos toros y nos matábamos unos a otros, poniéndose hasta arriba de Rioja mientras disfrutaba del espectáculo y hacía frases y artículos y novelas en vez de ocuparse de sus asuntos, ir al cine o entrevistar a Jerónimo en la reserva, el hijoputa.

Pero volvamos a la foto. Es en blanco y negro, les decía, y en ella hay un hombre con camisa blanca que levanta los brazos mientras se lo llevan a pegarle un tiro. Se lo llevan sin brutalidad tres tipos que le apuntan como diciéndole hoy por tí y mañana por mí, y él no parece asustado, ni inquieto, sino sólo resignado, hosco, con la media cara que se le ve en la foto concentrada en su vacío interior o sus pensamientos. El fulano es pequeño y moreno, mal afeitado, con mucha pinta de español de esos de antes, duro y con generaciones de hambre a cuestas, y en la boca lleva esa colilla que en este país siempre fuman los españoles cuando los llevan al paredón.

No sé por qué fusilaron al tipo de la colilla. El pie de foto no especifica dónde le dieron matarile; si era rojo, nacional, o sólo un pobre diablo atrapado, como casi todos, entre los unos y los otros. Quizá había matado a un cura o al alcalde de su pueblo, o votó Frente Popular, o tal vez no se presentó voluntario para salvar la República. Tal vez disparó sus cinco cartuchos uno tras otro, y después dejó el fusil, encendió el pitillo y se puso en pie en la trinchera con los brazos en alto, resignado a la suerte que llevaba escrita en la frente desde hacía siglos. Que quizás el cigarro se lo dio uno de los que le apuntan con los fusiles en la foto: estás listo, paisano, anda, echa un pito que es el último. Tira palante.

Estoy mirando esa instantánea -como se decía antes- y sin querer la asocio con otra imagen, ésta en movimiento: la de los republicanos fugitivos que, al llegar a la frontera, cogen un puñado de tierra española y pasan al otro lado con ella en el puño cerrado, en alto. Y me digo: pobre gente, cuántos sueños, y cuantas ilusiones, y cuánta amargura, y cuánta derrota hay detrás de ese puño en alto, de esos brazos que se levantan y de esa colilla indiferente, resignada, en la comisura de la boca de un hombre que ya nació camino del paredón.

Y junto al libro abierto donde está la foto, sobre la mesa por donde se desliza mi memoria, hay también un montón de periódicos abiertos que son de ahora mismo, del día de hoy. Páginas y titulares y otras fotos que hablan de banqueros, y de políticos sin vergüenza, y de gentuza que amasó fortunas sin el menor rubor sobre las espaldas de ese hombre de la camisa blanca; de todos los hombres de camisa blanca que han levantado las manos en este país camino de un tiro y del cementerio.

Canallas encorbatados que incluso, a veces, han tenido el cinismo de enarbolar como bandera nombres y causas por las que pequeños hombres honrados, valientes y sin afeitar, con el último pitillo en la boca y esa cara de indiferencia resignada, ese aplomo que dan el instinto de la raza y la memoria, tuvieron que levantar miles de veces los brazos y dejarse llevar, a menudo sin empujones, como en el cumplimiento de un rito viejo y terrible que es nuestra condena, a la tapia de un cementerio para respirar hondo y decir adiós, muy buenas.

Y con el libro abierto junto a los diarios del día, memoria vieja, limpia y depurada por el paso de los años frente a tanta actualidad que apesta, me digo: pobre español desconocido el de la camisa blanca y los brazos en alto, con su enternece-dora colilla en la boca y sus ojos derrotados; pequeño héroe anónimo y gris que sin duda olía a sudor, a tierra, consecuente y valeroso, bajito, sin afeitar.

Pobre diablo que a lo mejor le dio la última calada al pitillo mirando amanecer sobre los fusiles y los rostros, tan parecidos al suyo, de los que le pegaron, sin más rencor que el necesario, unos cuantos tiros. Y que a lo mejor creyó, o intuyó, en algún lugar del confuso pensamiento del último minuto, que a lo mejor su viuda, sus zagalicos, iban a vivir en un mundo mejor. En una España más limpia y más justa.

22 de mayo de 1994

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