Una vez conocí a un cura guerrillero que iba por los montes con escopeta, hasta que se lo cargaron las tropas gubernamentales. Y a otro que tuvo más suerte y llegó a ministro sandinista. También conozco a uno que es maricón y buenísima persona al mismo tiempo, y vive humildemente trabajando en un barrio muy pobre del Sur, a otro que baja cada día a picar a la mina, y a otro más que es capitán castrense y cuando visita su pueblo, donde viste sotana por aquello del prestigio y porque allí vive su madre, se le cuadran los guardias civiles.
Quiero decir con eso que hay tantos tipos de cura como de seres humanos, y que unos llevan sotana y otros no la han visto ni por el forro desde el día de su ordenación. Y es que, según me cuenta otro viejo amigo que acaba de ser nombrado arcipreste -yo creía que ya no quedaban, como el de Hita y todo eso, pero ya ven-, el papa Wojtila ha expresado en diversas ocasiones su deseo de que los sacerdotes vistan sotana cuando se encuentran en acto de servicio, e incluso algunos obispos han hecho circular recomendaciones al respecto.
Quizás, en el fondo, la pérdida de clientela registrada por la Iglesia católica desde la puesta al día del Concilio Vaticano II no se trate de un problema de fe, sino de estética. Hay tiempos en que necesitamos compadres, guerrilleros, visionarios o compañeros de barricada. Y hay tiempos en que necesitamos catedrales, el barroco, las telenovelas, la misa en latín, los conciertos de Madonna, los viajes papales en plan Totus Tuus. O sea, referencias, señales, asideros donde echar mano cuando todo parece irse al carajo. Tiempos en que quizás importa menos la lucidez que el espectáculo, el símbolo que el consuelo. Y tal vez sea ahora, de nuevo, más creíble o más útil un párroco sentado en silencio con su sotana a la cabecera de un moribundo, que otro con su cutre jersey gris y una sonrisita diciéndole: Dios te ama, yupi-yupi, tranquilo, chaval. Ya me contarán ustedes, tal y como está el patio, qué mensaje de consuelo puede transmitir semejante cantamañanas. Al menos el otro, el de la sotana, impone respeto y te obliga a palmar con dignidad.
En fin. Tanto el Papa Wojtila como los obispos son profesionales de su oficio, que es el más viejo del mundo con algún otro, así que ellos sabrán. Después de todo, la sotana ha sido durante muchos siglos símbolo de oscurantismo y reacción, con Torquemada y sus colegas, y con toda la peña que estuvo siglos volviéndose de espaldas cuando pasaban las cuerdas de presos camino del presidio o del paredón. Pero -a Dios lo que es de Dios- la sotana también ha sido aquí estudio, coraje, honradez y progreso, desde los frailes que le daban cuartelillo a un tal Cristóbal Colón, hasta los curas que lo mismo degollaban franceses que se daban después de hostias -nunca mejor dicho, mas no en sentido literal- con las fuerzas de Orden Público por la libertad y el pan de sus feligreses. Sin olvidar a quienes, en la frágil trinchera de sus scriptorium y bibliotecas, se dejaron las pestañas traduciendo, copiando, conservando para nosotros el Conocimiento y la Cultura mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor y, cerril e ingrato, les quemaba los conventos.
A mí, qué quieren que les diga, la sotana como prenda me cae bien. Me revientan, eso sí, quienes a estas alturas hacen de ella una bandera o un uniforme de combate. Ese camino lleva a las hogueras de la Inquisición y a los maestros de escuela asesinados en Argelia. He visto a curas que se llamaban Jomeini llegar como los libertadores, acogidos con entusiasmo por la gente -también por ciertos periodistas españoles que ahora tienen muy mala memoria- y después sumir a un país entero en la noche medieval más reaccionaria y más terrible, convirtiendo en policías, en delatores, a vecinos y parientes. Porque no hay nada más peligroso, más hipócrita ni más ruin que un integrista con poder, o un cura vergonzante infiltrado en la política.
Quizá por eso me inspiran simpatía quienes por voluntad propia o disciplina profesional visten sotana. En este siglo que agoniza de tan mala manera, en esta pulpa irreconocible donde ni siquiera la Iglesia católica, sus ministros y lugares de culto escapan a la vulgaridad y el mal gusto, a uno -a mí, por lo menos- le gusta que la gente esté en su sitio, que un cura parezca un cura y que lleve con dignidad, lo mismo que un bombero lleva la manguera y el casco, aquello que simboliza la trascendencia de lo que representa. Es bueno saber quién es cada cual. Y más en los tiempos que corren.
1 de mayo de 1994
Quiero decir con eso que hay tantos tipos de cura como de seres humanos, y que unos llevan sotana y otros no la han visto ni por el forro desde el día de su ordenación. Y es que, según me cuenta otro viejo amigo que acaba de ser nombrado arcipreste -yo creía que ya no quedaban, como el de Hita y todo eso, pero ya ven-, el papa Wojtila ha expresado en diversas ocasiones su deseo de que los sacerdotes vistan sotana cuando se encuentran en acto de servicio, e incluso algunos obispos han hecho circular recomendaciones al respecto.
Quizás, en el fondo, la pérdida de clientela registrada por la Iglesia católica desde la puesta al día del Concilio Vaticano II no se trate de un problema de fe, sino de estética. Hay tiempos en que necesitamos compadres, guerrilleros, visionarios o compañeros de barricada. Y hay tiempos en que necesitamos catedrales, el barroco, las telenovelas, la misa en latín, los conciertos de Madonna, los viajes papales en plan Totus Tuus. O sea, referencias, señales, asideros donde echar mano cuando todo parece irse al carajo. Tiempos en que quizás importa menos la lucidez que el espectáculo, el símbolo que el consuelo. Y tal vez sea ahora, de nuevo, más creíble o más útil un párroco sentado en silencio con su sotana a la cabecera de un moribundo, que otro con su cutre jersey gris y una sonrisita diciéndole: Dios te ama, yupi-yupi, tranquilo, chaval. Ya me contarán ustedes, tal y como está el patio, qué mensaje de consuelo puede transmitir semejante cantamañanas. Al menos el otro, el de la sotana, impone respeto y te obliga a palmar con dignidad.
En fin. Tanto el Papa Wojtila como los obispos son profesionales de su oficio, que es el más viejo del mundo con algún otro, así que ellos sabrán. Después de todo, la sotana ha sido durante muchos siglos símbolo de oscurantismo y reacción, con Torquemada y sus colegas, y con toda la peña que estuvo siglos volviéndose de espaldas cuando pasaban las cuerdas de presos camino del presidio o del paredón. Pero -a Dios lo que es de Dios- la sotana también ha sido aquí estudio, coraje, honradez y progreso, desde los frailes que le daban cuartelillo a un tal Cristóbal Colón, hasta los curas que lo mismo degollaban franceses que se daban después de hostias -nunca mejor dicho, mas no en sentido literal- con las fuerzas de Orden Público por la libertad y el pan de sus feligreses. Sin olvidar a quienes, en la frágil trinchera de sus scriptorium y bibliotecas, se dejaron las pestañas traduciendo, copiando, conservando para nosotros el Conocimiento y la Cultura mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor y, cerril e ingrato, les quemaba los conventos.
A mí, qué quieren que les diga, la sotana como prenda me cae bien. Me revientan, eso sí, quienes a estas alturas hacen de ella una bandera o un uniforme de combate. Ese camino lleva a las hogueras de la Inquisición y a los maestros de escuela asesinados en Argelia. He visto a curas que se llamaban Jomeini llegar como los libertadores, acogidos con entusiasmo por la gente -también por ciertos periodistas españoles que ahora tienen muy mala memoria- y después sumir a un país entero en la noche medieval más reaccionaria y más terrible, convirtiendo en policías, en delatores, a vecinos y parientes. Porque no hay nada más peligroso, más hipócrita ni más ruin que un integrista con poder, o un cura vergonzante infiltrado en la política.
Quizá por eso me inspiran simpatía quienes por voluntad propia o disciplina profesional visten sotana. En este siglo que agoniza de tan mala manera, en esta pulpa irreconocible donde ni siquiera la Iglesia católica, sus ministros y lugares de culto escapan a la vulgaridad y el mal gusto, a uno -a mí, por lo menos- le gusta que la gente esté en su sitio, que un cura parezca un cura y que lleve con dignidad, lo mismo que un bombero lleva la manguera y el casco, aquello que simboliza la trascendencia de lo que representa. Es bueno saber quién es cada cual. Y más en los tiempos que corren.
1 de mayo de 1994
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