lunes, 21 de agosto de 1995

Mi amigo el ex-espía


No sé si se acordarán ustedes de mi amigo el espía. Hace año y medio, el arriba firmante le dedicó esta página. Mi amigo era un espía español de verdad, de los que se movían en territorio extranjero y a menudo hostil. Curraba ese registro como otros un banco o el taller, y sus móviles eran varios: patriotismo, sentido del deber, afición a esa clase de vida, y también porque era un profesional y para eso le pagaban. De un modo u otro, era un espía honrado y valiente. Nada que ver con los correveidiles y la chusma que en los últimos tiempos sale en los periódicos, no por espiar a los enemigos y a los malos, sino por convertir el CESID en una especie de Mortadelo y Filemón al servicio de gentuza sin escrúpulos y sin vergüenza.

Total. Que por aquellas fechas mi amigo estaba de misión en América, ocupándose de trabajos que podían costarle las uñas de las manos y los pies en un sótano de Cali, o Medellín, si lo trincaban. Una etapa más de un oficio iniciado en sórdidos países ecuatoriales, o fotografiando instalaciones militares y playas norteafricanas durante la Marcha Verde y todo eso (Cuando Marruecos era el adversario potencial, antes de que entrásemos en la OTAN y el adversario potencial fuesen los tanques rusos y las perversas hordas eslavas comunistas, o esos serbios y croatas a los que el ministro Solana tiene acojonaditos vivos).

El caso es que aquella página dedicada a mí amigo el espía terminaba diciendo: «Sé que un día volverá y lo harán general o, lo más probable, lo enviarán a un despacho de chupatintas como suele hacerse en nuestra ingrata tierra para premiar los servicios prestados». Y no es por tirarme pegotes -en España ese tipo de pronósticos está chupado-, pero lo cierto es que así fue. Ahora que nuestra política exterior consiste en hacerse fotos en Bruselas y en dejarnos flagelar las nalgas por la comisaria Emma Bonino en plan estricta gobernanta, para eso no hacen falta ni espías ni nada. De modo que el general Manglano se dedicó en los últimos tiempos a sustituir a los viejos y duros espías profesionales por jóvenes analistas de los que no hacen olas, cuya principal fuente de información es leer titulares de la prensa diaria. Los otros, los correosos agentes que te organizaban un golpe de mano para abrir la caja fuerte de Obiang o se calzaban a la señora del embajador Flanagan para robarle los planos del polvorín, fueron jubilados uno tras otro.

Y es así como mi amigo retornó al hogar; a unos hijos para los que era un extraño, a una ciudad desconocida, a la soledad de veinte años de desarraigo, y a una oscura mesa de despacho donde los jóvenes espías lo miraban, ingenuos ellos, como se mira a una leyenda; y los viejos supervivientes -los que tuvieron tiempo y ocasiones para agarrarse bien y decirle al jefe muy bueno lo suyo, qué bonita corbata lleva hoy, general-, todos esos, digo, lo observaban de reojo, molestos con la presencia de aquel fulano que hablaba idiomas, leía en los diarios algo más que las páginas deportivas, se había jugado la vida y también había levantado señoras estupendas. Y ahora estaba allí, callado, en su inútil mesa del rincón, recordándoles con su presencia que ser espía fue una vez algo más que fabricarle dossieres a Narcis Serra para que éste y su baranda pudieran chantajear a España.

Y un día, hace como unos seis meses, mi amigo el espía los mandó a todos a mamarla a Parla. Después fue a un armario y allí, entre bolas de naftalina, estaba su viejo uniforme, lleno de medallas que nunca pudo lucir, y al que entre tanto le habían salido las estrellas de teniente coronel. Y dijo, bueno, hay que saber irse. Y pidió el reingreso en la cosa normal de la milicia, o sea, volvió al caqui discretamente, sin armar ruido, dispuesto a ser un soldado honrado como toda su vida fue un espía honrado. Y allí anda, en su nueva existencia, tras algún tiempo con su teléfono y el de sus amigos pinchado por si también se le ocurría largar. -idiotas, él no es de esos-, rumiando nostalgias mientras sigue por los periódicos todo el pifostio de su ex jefe, y los ajustes de cuentas y todo lo demás. Y de vez en cuando nos vamos a tomar una copa, recordando viejos tiempos. Y él comenta: hay que ver. Veinte años espiando como Dios manda para mandarles informes a vida o muerte: que si el narcoterrorismo o que si la amenaza integrista. Y resulta que, a éstos, lo que de verdad los ponía cachondos era el color de la lencería de Nati Abascal, o si el Rey prefiere las Hondas a las Yamahas. Cómo lo ves.

Mi amigo el ex espía se llama Charlie. Y le dedico esta página, por segunda vez, porque es de justicia no mezclar las churras con las merinas. O sea.

20 de agosto de 1995

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