Hace unos días, zapeando con la tele, me topé con un informativo donde una redactora se refería al Santo Sepulcro como "el lugar donde presuntamente está enterrado el cuerpo de Cristo". Confieso que me quedé inmóvil, con el mando a distancia en la mano, mirando la pantalla con cara de gilipollas. Así, por el morro, la redactora había resuelto en dos palabras uno de los dogmas que durante veinte siglos han llevado de culo a los teólogos y a la Iglesia. Pero ojo: por si acaso, la astuta pécora había expresado su cautela profesional con el presuntamente -ahora todo es presunto: un terrorista, una navaja, un cadáver, un ex presidente González- para no pillarse los dedos. No vaya a ser que el cuerpo enterrado allí no sea de verdad el de Jesucristo, se diría la moza, y la caguemos. Vive Dios.
Total. Que después aprieto el botón y me doy de bruces con don Xabier Arzalluz en otro telediario, amenizándome la cena con uno de sus apasionantes acertijos de cripto-ambigüedad a base de nosotros y ellos; y cuando estoy en plena faena de darle al caletre para averiguar si yo soy de ellos o soy de nosotros, o lo que soy es un paria de la tierra, hete aquí que oigo al suprascrito referirse, muy serio, a la cultura de los pactos. Eso suena sólido, definitivo, incluso erudito. Ahí sí tengo algo a lo que agarrarme, así que salto como una bala rumbo a la biblioteca, cojo el diccionario de la Real, y leo: "Resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos y de afinarse las facultades intelectuales... Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grados de desarrollo artístico, científico, industrial...". Con el diccionario todavía abierto sobre la mesa me rasco, perplejo, la coronilla. Cultura de los pactos. Así está la cultura, me digo. Y los pactos.
Cambio de canal, y encuentro a don Julio Anguita, siempre tan políticamente correcto y tan recto de miras, dirigiéndose a los compañeros y compañeras en flagrante asesinato del uso lógico de los géneros en la lengua castellana, a fin de que nadie lo acuse, supongo, de sexista. (Eso me lleva, por cierto, a recordar, que después de haber impuesto socialmente términos como ministra, o jueza, masculinizando por el morro lo que –a pesar de su justificación latina en el primer caso-, siempre fueron términos de aceptado uso neutro como ministro, juez, etcétera, ya va siendo hora de que seamos consecuentes con nuestra propia estupidez y adoptemos también los términos políticamente correctos de caba, sargenta, pilota, o albañila, por ejemplo, que tan feliz harían a la ex ministra Cristina Alberdi, notoria paladín de la cosa).
En fin. Pulso de nuevo el botón, y de pasada escucho a un comentarista deportivo referirse a "la filosofía desarrollada en el partido de ayer entre el Hércules y el Barca, cuyo déficit...". Y me digo: atiza. Qué nivel, Maribel. Sobre todo habida cuenta de que el diccionario que aún tengo sobre las rodillas define la palabra filosofía como "Ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales... Conjunto de doctrinas que con este nombre se aprenden en los institutos, colegios y seminarios...". En cuanto al déficit, prefiero no remover el hierro en la herida; así que cierro con suma prudencia el diccionario, zapeo de nuevo y me encuentro allí, en la tele -nunca lo adivinarían ustedes- a don José María Aznar, sí, en persona, impecable, sereno, torero, firme timonel, quien a la pregunta de un periodista sobre "¿Qué tal ha funcionado la química con Helmut Kohl?", responde, certero, sin despeinarse: "Bien, sin ningún tipo de problemas". Y es que la química, ya saben ustedes, siempre es la química. Más claro, H2O.
De cualquier modo, ahora que lo pienso, la utilización de todos esos términos, y de tantos otros que parecen valer lo mismo para un cocido que para un estofado, tiene la ventaja de que son intercambiables. Todoterreno, podríamos decir para estar a la altura del asunto. Por ejemplo, el presidente del Gobierno podría haber dicho que la filosofía con Helmut Kohl funciona sin ningún, tipo de problemas, el comentarista deportivo referirse a la cultura de la confrontación entre el Barca y el Hércules, y don Xabier Arzalluz argumentar que los pactos no funciona por falta de química entre ellos y nosotros. O mejor -esa última afirmación suena, quizás, excesivamente concreta y políticamente incorrecta- por presunta falta de química entre ellos y ellas, y nosotros y nosotras.
9 de febrero de 1997
Total. Que después aprieto el botón y me doy de bruces con don Xabier Arzalluz en otro telediario, amenizándome la cena con uno de sus apasionantes acertijos de cripto-ambigüedad a base de nosotros y ellos; y cuando estoy en plena faena de darle al caletre para averiguar si yo soy de ellos o soy de nosotros, o lo que soy es un paria de la tierra, hete aquí que oigo al suprascrito referirse, muy serio, a la cultura de los pactos. Eso suena sólido, definitivo, incluso erudito. Ahí sí tengo algo a lo que agarrarme, así que salto como una bala rumbo a la biblioteca, cojo el diccionario de la Real, y leo: "Resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos y de afinarse las facultades intelectuales... Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grados de desarrollo artístico, científico, industrial...". Con el diccionario todavía abierto sobre la mesa me rasco, perplejo, la coronilla. Cultura de los pactos. Así está la cultura, me digo. Y los pactos.
Cambio de canal, y encuentro a don Julio Anguita, siempre tan políticamente correcto y tan recto de miras, dirigiéndose a los compañeros y compañeras en flagrante asesinato del uso lógico de los géneros en la lengua castellana, a fin de que nadie lo acuse, supongo, de sexista. (Eso me lleva, por cierto, a recordar, que después de haber impuesto socialmente términos como ministra, o jueza, masculinizando por el morro lo que –a pesar de su justificación latina en el primer caso-, siempre fueron términos de aceptado uso neutro como ministro, juez, etcétera, ya va siendo hora de que seamos consecuentes con nuestra propia estupidez y adoptemos también los términos políticamente correctos de caba, sargenta, pilota, o albañila, por ejemplo, que tan feliz harían a la ex ministra Cristina Alberdi, notoria paladín de la cosa).
En fin. Pulso de nuevo el botón, y de pasada escucho a un comentarista deportivo referirse a "la filosofía desarrollada en el partido de ayer entre el Hércules y el Barca, cuyo déficit...". Y me digo: atiza. Qué nivel, Maribel. Sobre todo habida cuenta de que el diccionario que aún tengo sobre las rodillas define la palabra filosofía como "Ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales... Conjunto de doctrinas que con este nombre se aprenden en los institutos, colegios y seminarios...". En cuanto al déficit, prefiero no remover el hierro en la herida; así que cierro con suma prudencia el diccionario, zapeo de nuevo y me encuentro allí, en la tele -nunca lo adivinarían ustedes- a don José María Aznar, sí, en persona, impecable, sereno, torero, firme timonel, quien a la pregunta de un periodista sobre "¿Qué tal ha funcionado la química con Helmut Kohl?", responde, certero, sin despeinarse: "Bien, sin ningún tipo de problemas". Y es que la química, ya saben ustedes, siempre es la química. Más claro, H2O.
De cualquier modo, ahora que lo pienso, la utilización de todos esos términos, y de tantos otros que parecen valer lo mismo para un cocido que para un estofado, tiene la ventaja de que son intercambiables. Todoterreno, podríamos decir para estar a la altura del asunto. Por ejemplo, el presidente del Gobierno podría haber dicho que la filosofía con Helmut Kohl funciona sin ningún, tipo de problemas, el comentarista deportivo referirse a la cultura de la confrontación entre el Barca y el Hércules, y don Xabier Arzalluz argumentar que los pactos no funciona por falta de química entre ellos y nosotros. O mejor -esa última afirmación suena, quizás, excesivamente concreta y políticamente incorrecta- por presunta falta de química entre ellos y ellas, y nosotros y nosotras.
9 de febrero de 1997
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