Iba el arriba firmante en el AVE, camino de Sevilla, leyendo la entrevista que El Semanal le hizo a mi ex ministro y secretario general de la OTAN favorito, don Javier Solana. Y justo al llegar a sus dramáticos recuerdos de cuando fue espantosamente tiroteado en Sarajevo, y aquella noche infernal, dantesca, que pasó sin luz ni agua en el hotel Holiday Inn en 1995 -la guerra de Yugoslavia empezó en 1991, y él se había pasado cuatro años dándoles palmaditas en la espalda a los serbios y asegurando que aquello estaba resuelto, sin que ninguno de los que éramos tiroteados cada día lo viéramos asomar por allí-, justo cuando llegué a ese heroico párrafo, digo, y estaba a punto de tirarme por el suelo de risa, sonó un teléfono móvil y rompió el encanto de la cosa.
Si hay algo que detesto es un local cerrado cuando empiezan a sonar los teléfonos móviles y el personal se pone a contar su vida sin el menor pudor. Lejos de caer en la cuenta, además, de que el único teléfono práctico de verdad es aquel cuyo número no conoce nadie. Y que a alguien verdaderamente poderoso no lo llaman nunca, porque es su secretaria la que incordia a otros desde la oficina; mientras que quienes responden en mitad de un viaje, o un almuerzo, o en mitad de la calle, sólo son desgraciados y tiñalpas cuyos jefes les tienen hipotecado hasta el tiempo libre, o rasca-puertas que para ganarse el pan tienen que estar todo el día dale que te pego, o exhibicionistas más tontos que una mierda. Que es otra variedad, la del parlanchín compulsivo por el morro que el arriba firmante se ofrecería voluntario con gusto para ejecutar masivamente al amanecer.
El caso es que aquel día de autos, o de AVES -reconozco que es un retruécano imbécil-, rompió el fuego telefónico un fulano empeñado en explicarle a un presunto socio que ciertos recambios de una conocida marca de automóviles estaban disponibles en Jaén, especulando sobre si llegarían o no a tiempo para que los recogiese López; apasionante tema que nos tuvo a todos los pasajeros del vagón pendientes de un hilo, hasta que otro bip-bip-bip y otra llamada desviaron nuestra atención al extremo de la fila de asientos, donde una individua con aspecto de ejecutiva segura de sí se puso a contarle a una tal Montse algo sobre un reciente viaje a Cuba, al parecer turístico. A la altura de Puertollano la ejecutiva seguía amorrada al asunto, y López debía de haber tomado el control de la situación en Jaén, porque el de los recambios leía ahora el periódico y había sido relevado dos asientos más atrás por un italiano que era -lo juro por mi santa madre- idéntico a Torrebruno, y que interpelaba, en su lengua y con potencia de barítono, a alguien llamado Mario. La ejecutiva seguía a lo suyo, poniendo a parir, por cierto, a un tal Aguirre, que, dedujimos todos por el contexto, era o su jefe o su marido o algo así -por cierto, Aguirre, si lees estas líneas, pongo en tu conocimiento que ella te la está pegando, bien con una empresa de la competencia, bien con un tío de Málaga-. En fin. Estaba yo atento, tendiendo la oreja a ver si podía averiguarlo a pesar de los gritos que daba el italiano, cuando mi vecino de asiento, contagiado sin duda por el ambiente, sacó otro móvil y marcó un número.
No sé si se hacen cargo de la situación. Hasta ese momento, mi vecino -un tipo de mediana edad y aspecto amable- y yo nos habíamos mirado con esa especie de solidaridad de las víctimas unidas ante lo adverso. Y de pronto, igualito que en aquellas películas de invasiones extraterrestres en que al final uno descubre que a su amigo Johnnie le han injertado un chip en un huevo y es un alienígena camuflado, comprobé con horror que también mi vecino era uno de ellos, como Donald Sutherland en La invasión de los ultracuerpos «¿Cómo están los niños?», dijo. Así que me levanté, dispuesto a hacer pipí, aprovechando para darme a la fuga. Al pasar junto a la ejecutiva susurré: «recuerdos a Montse», y me miró con mala cara, como preguntándose de qué va este gilipollas.
Volví a los tres minutos. Mi vecino de asiento, una vez recabada la información sobre el estado de los niños, marcaba un nuevo número. «Hola. Estoy en el AVE», dijo. Y yo me partí la uña que estaba mordiendo con desesperación. Al fondo, la ejecutiva y Montse seguían a lo suyo, y Torrebruno le contaba a Mario algo sobre los spaghetti de la Mamma.
2 de febrero de 1997
Si hay algo que detesto es un local cerrado cuando empiezan a sonar los teléfonos móviles y el personal se pone a contar su vida sin el menor pudor. Lejos de caer en la cuenta, además, de que el único teléfono práctico de verdad es aquel cuyo número no conoce nadie. Y que a alguien verdaderamente poderoso no lo llaman nunca, porque es su secretaria la que incordia a otros desde la oficina; mientras que quienes responden en mitad de un viaje, o un almuerzo, o en mitad de la calle, sólo son desgraciados y tiñalpas cuyos jefes les tienen hipotecado hasta el tiempo libre, o rasca-puertas que para ganarse el pan tienen que estar todo el día dale que te pego, o exhibicionistas más tontos que una mierda. Que es otra variedad, la del parlanchín compulsivo por el morro que el arriba firmante se ofrecería voluntario con gusto para ejecutar masivamente al amanecer.
El caso es que aquel día de autos, o de AVES -reconozco que es un retruécano imbécil-, rompió el fuego telefónico un fulano empeñado en explicarle a un presunto socio que ciertos recambios de una conocida marca de automóviles estaban disponibles en Jaén, especulando sobre si llegarían o no a tiempo para que los recogiese López; apasionante tema que nos tuvo a todos los pasajeros del vagón pendientes de un hilo, hasta que otro bip-bip-bip y otra llamada desviaron nuestra atención al extremo de la fila de asientos, donde una individua con aspecto de ejecutiva segura de sí se puso a contarle a una tal Montse algo sobre un reciente viaje a Cuba, al parecer turístico. A la altura de Puertollano la ejecutiva seguía amorrada al asunto, y López debía de haber tomado el control de la situación en Jaén, porque el de los recambios leía ahora el periódico y había sido relevado dos asientos más atrás por un italiano que era -lo juro por mi santa madre- idéntico a Torrebruno, y que interpelaba, en su lengua y con potencia de barítono, a alguien llamado Mario. La ejecutiva seguía a lo suyo, poniendo a parir, por cierto, a un tal Aguirre, que, dedujimos todos por el contexto, era o su jefe o su marido o algo así -por cierto, Aguirre, si lees estas líneas, pongo en tu conocimiento que ella te la está pegando, bien con una empresa de la competencia, bien con un tío de Málaga-. En fin. Estaba yo atento, tendiendo la oreja a ver si podía averiguarlo a pesar de los gritos que daba el italiano, cuando mi vecino de asiento, contagiado sin duda por el ambiente, sacó otro móvil y marcó un número.
No sé si se hacen cargo de la situación. Hasta ese momento, mi vecino -un tipo de mediana edad y aspecto amable- y yo nos habíamos mirado con esa especie de solidaridad de las víctimas unidas ante lo adverso. Y de pronto, igualito que en aquellas películas de invasiones extraterrestres en que al final uno descubre que a su amigo Johnnie le han injertado un chip en un huevo y es un alienígena camuflado, comprobé con horror que también mi vecino era uno de ellos, como Donald Sutherland en La invasión de los ultracuerpos «¿Cómo están los niños?», dijo. Así que me levanté, dispuesto a hacer pipí, aprovechando para darme a la fuga. Al pasar junto a la ejecutiva susurré: «recuerdos a Montse», y me miró con mala cara, como preguntándose de qué va este gilipollas.
Volví a los tres minutos. Mi vecino de asiento, una vez recabada la información sobre el estado de los niños, marcaba un nuevo número. «Hola. Estoy en el AVE», dijo. Y yo me partí la uña que estaba mordiendo con desesperación. Al fondo, la ejecutiva y Montse seguían a lo suyo, y Torrebruno le contaba a Mario algo sobre los spaghetti de la Mamma.
2 de febrero de 1997
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