Tuve la desgracia de ver Blasco Ibáñez, de Luis García Berlanga, cuando la emitieron el otro día en TVE. Y digo que tuve la desgracia, porque hasta aquel momento infausto yo habría derramado sin vacilar mi sangre por Berlanga, ese abuelo desvergonzado, iconoclasta y maravilloso del cine español, autor, entre otras cosas, de obras maestras –los capullos de bobalias y diseños varios las llaman obras imprescindibles- como lo son Bienvenido mister Marshall o la extraordinaria trilogía de la Escopeta nacional. Pero a partir de ahora, y con todo el respeto que le sigo teniendo al director más importante de nuestro cine –un Blasco no borra un Plácido-, lo de la sangre me lo voy a pensar despacito y dos veces.
La serie sobre la vida del novelista levantó polémica. En Valencia, donde Blasco es San Vicente Blasco, sentó como una patada en la boca del estómago su proyección por Canal 9. Luego, en la nacional, los unos porque TVE la daba sin promoción previa, a oscuras y con alevosía –Blasco no era precisamente de los que vota al Pepé-, y los otros, incluida la nieta del autor de Cañas y barro, diciendo que la película es mala y un insulto a la familia, y que vaya vergüenza que se exhiba por ahí. A la disputa le pusieron guinda ciertos columnistas, prestigiosos de su oficio, de la cosa cultural, asegurando que la serie era automáticamente cojonuda por el mero hecho de ser de Berlanga, y que a quien no le hubiera gustado es que no sabía de cine, ni de televisión, ni de nada, y además era un fascista.
Y lo siento mucho, pero no trago. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Y al arriba firmante, que como ya he dicho adora a Berlanga, la película sobre Blasco Ibáñez, le parece mala. Y aún diría más: me parece muy mala, imperdonablemente mala en cualquier director y en cualquier televisión, pero mucho más teniendo detrás de la cámara al mejor director de cine español. Que el tono gamberro, desmitificador y de parodia, como dicen los defensores de la serie, haya sido la intención del trabajo, no justifica casi nada. Mal se puede desmitificar algo que sólo es un mito en Valencia, porque en el resto de España y en la mayor parte del mundo, ni Blasco Ibáñez es un mito, ni sus novelas las leen, ni de él se acuerda nadie. Y en segundo lugar, el supuesto tono golfo tampoco justifica unos diálogos infames, irreales, que nada tienen que ver con el modo de hablar de la época en que se sitúan. Unos diálogos anacrónicos, donde además todo el mundo utiliza unos tacos –tiene gracia que yo venga a subrayar eso-que nadie pronunciaba entonces, y menos las señoras. Unos diálogos que cobran todavía más irrealidad puestos en boca de algunos actores tan rematadamente malos y poco creíbles que no consigo explicarme dónde están aquellos magníficos secundarios del Estudio Uno, y el teatro, y el cine de toda la vida, barridos ahora por tiñalpas improvisados, sin oficio ni trazas de tenerlo. Eso, por encima. Porque si entramos en honduras, entonces tendrían que explicarme ese Galdós ridículo, o esa Emilia Pardo Bazán grosera y ninfómana, o esa Chita a quién Ana Obregón –que resulta de lo más digno en cuanto a interpretaciones de la película-, encarna con una ordinariez increíble en la que fue mundana y sofisticada amante de Blasco Ibáñez. Y en cuanto al propio novelista, la divertida caricatura personal que de él hacen Berlanga y el actor Ramón Langa poco se adentra, fuera de la peripecia folklórica, en la personalidad literaria y el trabajo del que fue novelista español internacionalmente más famoso de su tiempo; un escritor profesional que se hizo multimillonario con sus novelas y a quien en tres horas de proyección apenas vemos escribir, y siempre así, de pasada, apoyado en cualquier parte, con un lápiz y un papel, zis zas, improvisando.
Pero claro, ese no era el objetivo, dicen los palmeros del maestro. El asunto era romper moldes y toda la parafernalia, así que las objeciones dan igual. Y puede ser, en efecto, que mi sentido del humor y mi gusto por las desmitificaciones y los moldes rotos no estén a la altura de una ópera magna. Pero también es casualidad que, para una vez que alguien se ocupa de llevar a la televisión algo relacionado con la palabra cultura, el resultado sea una frivolidad y un esperpento. ¿Imaginan a los franceses haciendo eso con Hugo, Zola o Balzac, o a los ingleses aplicando mismo tratamiento a Graves, a Greene o a Conrad?.
22 de marzo de 1998
La serie sobre la vida del novelista levantó polémica. En Valencia, donde Blasco es San Vicente Blasco, sentó como una patada en la boca del estómago su proyección por Canal 9. Luego, en la nacional, los unos porque TVE la daba sin promoción previa, a oscuras y con alevosía –Blasco no era precisamente de los que vota al Pepé-, y los otros, incluida la nieta del autor de Cañas y barro, diciendo que la película es mala y un insulto a la familia, y que vaya vergüenza que se exhiba por ahí. A la disputa le pusieron guinda ciertos columnistas, prestigiosos de su oficio, de la cosa cultural, asegurando que la serie era automáticamente cojonuda por el mero hecho de ser de Berlanga, y que a quien no le hubiera gustado es que no sabía de cine, ni de televisión, ni de nada, y además era un fascista.
Y lo siento mucho, pero no trago. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Y al arriba firmante, que como ya he dicho adora a Berlanga, la película sobre Blasco Ibáñez, le parece mala. Y aún diría más: me parece muy mala, imperdonablemente mala en cualquier director y en cualquier televisión, pero mucho más teniendo detrás de la cámara al mejor director de cine español. Que el tono gamberro, desmitificador y de parodia, como dicen los defensores de la serie, haya sido la intención del trabajo, no justifica casi nada. Mal se puede desmitificar algo que sólo es un mito en Valencia, porque en el resto de España y en la mayor parte del mundo, ni Blasco Ibáñez es un mito, ni sus novelas las leen, ni de él se acuerda nadie. Y en segundo lugar, el supuesto tono golfo tampoco justifica unos diálogos infames, irreales, que nada tienen que ver con el modo de hablar de la época en que se sitúan. Unos diálogos anacrónicos, donde además todo el mundo utiliza unos tacos –tiene gracia que yo venga a subrayar eso-que nadie pronunciaba entonces, y menos las señoras. Unos diálogos que cobran todavía más irrealidad puestos en boca de algunos actores tan rematadamente malos y poco creíbles que no consigo explicarme dónde están aquellos magníficos secundarios del Estudio Uno, y el teatro, y el cine de toda la vida, barridos ahora por tiñalpas improvisados, sin oficio ni trazas de tenerlo. Eso, por encima. Porque si entramos en honduras, entonces tendrían que explicarme ese Galdós ridículo, o esa Emilia Pardo Bazán grosera y ninfómana, o esa Chita a quién Ana Obregón –que resulta de lo más digno en cuanto a interpretaciones de la película-, encarna con una ordinariez increíble en la que fue mundana y sofisticada amante de Blasco Ibáñez. Y en cuanto al propio novelista, la divertida caricatura personal que de él hacen Berlanga y el actor Ramón Langa poco se adentra, fuera de la peripecia folklórica, en la personalidad literaria y el trabajo del que fue novelista español internacionalmente más famoso de su tiempo; un escritor profesional que se hizo multimillonario con sus novelas y a quien en tres horas de proyección apenas vemos escribir, y siempre así, de pasada, apoyado en cualquier parte, con un lápiz y un papel, zis zas, improvisando.
Pero claro, ese no era el objetivo, dicen los palmeros del maestro. El asunto era romper moldes y toda la parafernalia, así que las objeciones dan igual. Y puede ser, en efecto, que mi sentido del humor y mi gusto por las desmitificaciones y los moldes rotos no estén a la altura de una ópera magna. Pero también es casualidad que, para una vez que alguien se ocupa de llevar a la televisión algo relacionado con la palabra cultura, el resultado sea una frivolidad y un esperpento. ¿Imaginan a los franceses haciendo eso con Hugo, Zola o Balzac, o a los ingleses aplicando mismo tratamiento a Graves, a Greene o a Conrad?.
22 de marzo de 1998
1 comentario:
La serie fue muy mala. Para empezar, a Blasco le podría haber interpretado un actor que se le parece mucho físicamente y que hubiera sido perfecto, Juli Mira.
Y que nadie recuerda a Blasco Ibáñez... Sé por grupos de facebook que se le recuerda tanto en Menton (Francia), donde murió, como en las ciudades que fundó en Argentina, Nueva Valencia y Cervantes, y desde luego, en Valencia.
Publicar un comentario