He llegado a la convicción de que, en este país de demagogos y de gilipollas, el problema es que nadie de los que mandan osa nunca explicarlas cosas en corto y por derecho, asumiendo las consecuencias. Aquí la táctica habitual de supervivencia es el yo no he sido y el yo no sé nada. O aquella otra frase, la de me enteré por los periódicos, que popularizó Felipe González, a quien no podré perdonar jamás que, con su cuerda de compadres, sinvergüenzas y cagamandurrias, convirtiese una flamante e ilusionada democracia en una mierda como el sombrero de Jorge Negrete. A mí, la verdad, no me parece lo más grave que su Gal matara etarras; al fin y al cabo ser terrorista, qué carajo, también tiene su peligrillo. Pero, puestos a despachar malos por la cara, que por lo visto era el oficio de los pistoleros del Estado, mejor era que esos imbéciles hubieran elegido a etarras de pata negra en vez de cargarse al primero que pasaba por allí, y encima convertir el asunto en negocio de trincar kilos y jugárselos en el casino -es que hay que ser capullo- o repartírselos en sobres y en cuentas suizas. Pero lo que de verdad me revienta, decía, es que nadie haya tenido aún el valor de decir en voz alta: sí, me salió el cochino mal capado pero yo lo ordené, ¿qué pasa? Aunque sea amparándose en razones patrióticas, en razones de Estado, o en el chichi de la Bernarda.
De cualquier modo, estas semanas pasadas, con todo aquel trajín de los del Cesid y Herri Batasuna, y las escuchas, y las nóminas olvidadas por los espías y toda la parafernalia, la náusea me ha subido hasta la glotis. No por los hechos, típicos de esta casa de putas en que se han convertido algunos mecanismos del Estado español; si no por la cantidad de demagogia, estupidez y mala fe que en declaraciones políticas y medios especializados acompañó el evento, sin que nadie mencionase el hecho fundamental, origen de todo: el sistema está viciado porque nuestros políticos son moralmente unas piltrafas. Y es justo su ausencia de coraje lo que contribuye a corromperlo más todavía.
Ya que hablamos del Cesid: aún estoy por oírle explicar sin complejos a un político, a un responsable de algo, que los servicios de inteligencia interiores y exteriores son necesarios en cualquier democracia. Que eso no otorga impunidad, por supuesto; y que para eso existen mecanismos de control legal. Pero que en este país de caínes, bocazas e hijos de la gran puta, pedirle a un juez un permiso legal para efectuar una operación clandestina supone sacar muchas papeletas de la rifa para que el juez se acojone y diga nones; e incluso que el juzgado correspondiente filtre la operación completa a la mesa de HB, al Grapo, a la embajada marroquí, a la nunciatura del Vaticano y a la revista Interviú. Y que aquí hay dos opciones: pasar de todo y que salga el sol por Antequera, o jugársela. Esto último con unos espías, unos policías y un ganado en general incompetente, mal pagado, descontento, chapucero y a menudo venal; porque, a medio y largo plazo, no hay condición humana ni subordinado que no se convierta en espejo de los mierdas de jefes que lo mandan. Jefes a quienes, encima, no les cabe por el culo un cañamón, del miedo que le tienen a lo que diga la prensa.
Nadie cuenta tampoco que en otros países donde, con errores incluidos, los servicios de inteligencia funcionan con razonable eficacia, en vez de ir con un papelito a un juzgado a ver qué opina el juez de guardia de Móstoles, existen departamentos de operaciones clandestinas bajo estricto control de comisiones parlamentarias, formadas por hombres y mujeres teóricamente ecuánimes que asumen las decisiones y -ojo al dato- también asumen los errores y los fracasos; de modo que cuando éstos se producen los responsables y coordinadores son pulverizados políticamente, mientras que a los su¬bordinados, voluntarios que asumen riesgos del oficio, se les aplica con todo rigor el código penal vigente, según el viejo principio de que quien la caga, la paga. Pero, claro. Imaginen ese modus operandi aquí, donde siempre tiene la culpa el mismo: el cabo Sánchez, que por lo visto decidió espiar a Clinton por su cuenta y además envolvió con la nómina el bocadillo. Así que mucho me temo que, para cuando se publique esta página, el presidente del Gobierno, y sus vicepresidentes, y los ministros de Interior, Defensa y justicia, habrán hecho caer ya todo el rigor de un escarmiento sobre ese nocivo Sánchez, o como se llame. A quién se le ocurre ponerse a espiar en España. Y encima, sin órdenes de nadie.
10 de mayo de 1998
De cualquier modo, estas semanas pasadas, con todo aquel trajín de los del Cesid y Herri Batasuna, y las escuchas, y las nóminas olvidadas por los espías y toda la parafernalia, la náusea me ha subido hasta la glotis. No por los hechos, típicos de esta casa de putas en que se han convertido algunos mecanismos del Estado español; si no por la cantidad de demagogia, estupidez y mala fe que en declaraciones políticas y medios especializados acompañó el evento, sin que nadie mencionase el hecho fundamental, origen de todo: el sistema está viciado porque nuestros políticos son moralmente unas piltrafas. Y es justo su ausencia de coraje lo que contribuye a corromperlo más todavía.
Ya que hablamos del Cesid: aún estoy por oírle explicar sin complejos a un político, a un responsable de algo, que los servicios de inteligencia interiores y exteriores son necesarios en cualquier democracia. Que eso no otorga impunidad, por supuesto; y que para eso existen mecanismos de control legal. Pero que en este país de caínes, bocazas e hijos de la gran puta, pedirle a un juez un permiso legal para efectuar una operación clandestina supone sacar muchas papeletas de la rifa para que el juez se acojone y diga nones; e incluso que el juzgado correspondiente filtre la operación completa a la mesa de HB, al Grapo, a la embajada marroquí, a la nunciatura del Vaticano y a la revista Interviú. Y que aquí hay dos opciones: pasar de todo y que salga el sol por Antequera, o jugársela. Esto último con unos espías, unos policías y un ganado en general incompetente, mal pagado, descontento, chapucero y a menudo venal; porque, a medio y largo plazo, no hay condición humana ni subordinado que no se convierta en espejo de los mierdas de jefes que lo mandan. Jefes a quienes, encima, no les cabe por el culo un cañamón, del miedo que le tienen a lo que diga la prensa.
Nadie cuenta tampoco que en otros países donde, con errores incluidos, los servicios de inteligencia funcionan con razonable eficacia, en vez de ir con un papelito a un juzgado a ver qué opina el juez de guardia de Móstoles, existen departamentos de operaciones clandestinas bajo estricto control de comisiones parlamentarias, formadas por hombres y mujeres teóricamente ecuánimes que asumen las decisiones y -ojo al dato- también asumen los errores y los fracasos; de modo que cuando éstos se producen los responsables y coordinadores son pulverizados políticamente, mientras que a los su¬bordinados, voluntarios que asumen riesgos del oficio, se les aplica con todo rigor el código penal vigente, según el viejo principio de que quien la caga, la paga. Pero, claro. Imaginen ese modus operandi aquí, donde siempre tiene la culpa el mismo: el cabo Sánchez, que por lo visto decidió espiar a Clinton por su cuenta y además envolvió con la nómina el bocadillo. Así que mucho me temo que, para cuando se publique esta página, el presidente del Gobierno, y sus vicepresidentes, y los ministros de Interior, Defensa y justicia, habrán hecho caer ya todo el rigor de un escarmiento sobre ese nocivo Sánchez, o como se llame. A quién se le ocurre ponerse a espiar en España. Y encima, sin órdenes de nadie.
10 de mayo de 1998
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