Tal vez recuerden ustedes que hace unas semanas les contaba el episodio del abrigo de visón de mi amigo Antonio Carnera, el hotel Palace y la lumi del Pasapoga. Y resulta que un lector de El Semanal hombre de evidente poca fe, se descuelga con una carta poniendo en duda la veracidad de la historia; pues, afirma, en los años cincuenta un timador con dinero habría llamado la atención de la policía en un cabaret, y nunca lo dejarían entrar en el Palace. Apenas leí la carta telefoneé a Antonio, y estuvimos riéndonos un rato largo. Y ahora me veo en la obligación de puntualizar que precisamente en Pasapoga y en los cincuenta, un timador con viruta y con la clase adecuada podía perfectamente moverse como Pedro por su casa, sin llamar la atención. O llamándola, para más inri. Y que para desgracia de este país, en los cincuenta como ahora, bastaba precisamente eso, tener labia, enseñar dinero e ir bien maqueado, para que los gerentes de Pasapoga, y las lumis de bandera, y los recepcionistas del Palace, y hasta los mismos policías de la secreta como dice Antonio, que es un clásico-, perdiesen el culo en el acto. Lo triste, si me permiten la reflexión, es que antaño había que tener para eso mucho morro, mucho arte y mucho estilo, y hogaño cualquier analfabeto grosero y poca mierda, con Bemeuve, Rolex, cadenas de colorao al cuello, zapatillas y chándal, puede dárselas de señor y encima consigue que todo cristo, lumis, hoteles, directores de sucursal bancaria y policías incluidos, lo traten como si lo fuera. O fuese.
Así que, para fastidiar a ese San Mateo espontáneo que nos ha salido a Antonio y al arriba firmante, voy a contarle otra, para que tampoco se la crea. Es la del tranvía 1001, la hizo Paco El Muelas, íntimo colega de Antonio y de mi plas Ángel Ejarque, y hasta Luis García Berlanga le dedicó un cortometraje al evento. Imagínense esos tranvías de los años cuarenta. Esos bares de la estación de Atocha, donde los cobradores municipales se toman un vino al final de la jornada mientras cuentan la recaudación del día. Imaginen ahora en el bar a ese paleto con el refajo lleno de pasta que llega a la capital, e imaginen a El Muelas y sus consortes que le oyen comentar: «Vaya negocio el de los tranvías, ¿eh? Ya compraría yo uno si pudiera, ya»... Total. Que rápidos como las balas, le ponen cerco al tolai. Pues no es ninguna tontería. Vaya que sí. Precisamente conocemos a un dueño de tranvía a punto de jubilarse que quiere venderlo. Qué me dicen. Lo que le cuento. Si quiere le hacemos la gestión, etcétera. El procedimiento, prolijo, podríamos resumirlo en que incluso se van a dormir a la misma pensión para tenerlo controlado, mientras los colegas preparan el escenario.
Y llega el día de autos: oficina en la Gran Vía, alquilada por unas horas, a la que ponen el rótulo de Notaría. Ese paleto que comparece, acompañado por los dos ganchos que a esas alturas son sus íntimos. Ese presunto dueño del tranvía, canoso, aire respetable, que acude con su presunto abogado. Ese notario más falso que un duro de plomo. Papeles, rúbrica, título de la propiedad, desembolso ad hoc y luego, guinda del asunto, obra maestra, hito histórico en los anales del timo nacional, ese paleto que sale a la calle. Ese paleto que se va derecho a su tranvía. Ese paleto que se monta en el 1001 con orgullo de propietario, se niega a pagar billete, guiña un ojo y les dice al cobrador y al conductor: «Tranquilos, chavales, vosotros a lo vuestro, que aquí no va a cambiar nada», y luego se sienta y hace el recorrido arriba y abajo preguntando de vez en cuando qué tal va la recaudación. Así, hasta que el cobrador se mosquea y le dice que se baje, y el pringao guiña otra vez el ojo y luego saca el título de propiedad. Y entonces el cobrador duda si llamar al manicomio o a la policía, y al final se decide por la policía. Y llegan los guardias, y el paleto se resiste a la autoridad, y se monta un pifostio de cojón de pato. Y a todo esto, El Muelas y sus consortes, las de Villadiego.
Reconozco que no es una historia políticamente correcta, porque además escribo paleto y digo lumis en vez de asistentas sexuales, como también el otro día apuntó alguien. Pero en cuanto a timo chachi, es el non plus ultra. Tanto, que igual mi primo el de la carta va y tampoco se lo cree; como tampoco se creería, supongo, el del telémetro. O el de la venta de Cibeles. Pero es que -¿verdad, Antonio?- ahora hay mucho lince espabilao y mucho listillo. A ellos los iban a engañar. Vamos, anda. A ellos.
24 de mayo de 1998
Así que, para fastidiar a ese San Mateo espontáneo que nos ha salido a Antonio y al arriba firmante, voy a contarle otra, para que tampoco se la crea. Es la del tranvía 1001, la hizo Paco El Muelas, íntimo colega de Antonio y de mi plas Ángel Ejarque, y hasta Luis García Berlanga le dedicó un cortometraje al evento. Imagínense esos tranvías de los años cuarenta. Esos bares de la estación de Atocha, donde los cobradores municipales se toman un vino al final de la jornada mientras cuentan la recaudación del día. Imaginen ahora en el bar a ese paleto con el refajo lleno de pasta que llega a la capital, e imaginen a El Muelas y sus consortes que le oyen comentar: «Vaya negocio el de los tranvías, ¿eh? Ya compraría yo uno si pudiera, ya»... Total. Que rápidos como las balas, le ponen cerco al tolai. Pues no es ninguna tontería. Vaya que sí. Precisamente conocemos a un dueño de tranvía a punto de jubilarse que quiere venderlo. Qué me dicen. Lo que le cuento. Si quiere le hacemos la gestión, etcétera. El procedimiento, prolijo, podríamos resumirlo en que incluso se van a dormir a la misma pensión para tenerlo controlado, mientras los colegas preparan el escenario.
Y llega el día de autos: oficina en la Gran Vía, alquilada por unas horas, a la que ponen el rótulo de Notaría. Ese paleto que comparece, acompañado por los dos ganchos que a esas alturas son sus íntimos. Ese presunto dueño del tranvía, canoso, aire respetable, que acude con su presunto abogado. Ese notario más falso que un duro de plomo. Papeles, rúbrica, título de la propiedad, desembolso ad hoc y luego, guinda del asunto, obra maestra, hito histórico en los anales del timo nacional, ese paleto que sale a la calle. Ese paleto que se va derecho a su tranvía. Ese paleto que se monta en el 1001 con orgullo de propietario, se niega a pagar billete, guiña un ojo y les dice al cobrador y al conductor: «Tranquilos, chavales, vosotros a lo vuestro, que aquí no va a cambiar nada», y luego se sienta y hace el recorrido arriba y abajo preguntando de vez en cuando qué tal va la recaudación. Así, hasta que el cobrador se mosquea y le dice que se baje, y el pringao guiña otra vez el ojo y luego saca el título de propiedad. Y entonces el cobrador duda si llamar al manicomio o a la policía, y al final se decide por la policía. Y llegan los guardias, y el paleto se resiste a la autoridad, y se monta un pifostio de cojón de pato. Y a todo esto, El Muelas y sus consortes, las de Villadiego.
Reconozco que no es una historia políticamente correcta, porque además escribo paleto y digo lumis en vez de asistentas sexuales, como también el otro día apuntó alguien. Pero en cuanto a timo chachi, es el non plus ultra. Tanto, que igual mi primo el de la carta va y tampoco se lo cree; como tampoco se creería, supongo, el del telémetro. O el de la venta de Cibeles. Pero es que -¿verdad, Antonio?- ahora hay mucho lince espabilao y mucho listillo. A ellos los iban a engañar. Vamos, anda. A ellos.
24 de mayo de 1998
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