Intenten imaginarse la escena, digna de una de aquellas viejas historietas de la familia Trapisonda: urbanización de la costa, familia dominguera con ocho o diez niños a bordo, entre hijos y sobrinitos, con sus flotadores y salvavidas, y el cuñado, y la abuela, y la tortilla, todos encima de un barquito lleno de gente, motor en marcha, pof pof-pof, saliendo del atraque para alejarse por el horizonte dispuestos a navegar por los siete mares. A la media hora, otra embarcación encuentra a un niño de pocos años flotando en su salvavidas, en pleno mar, haciéndose el muerto y con los ojos cerrados. Cuidadín. Estupor. Salvamento, etcétera. Y el niño, arrugado como un garbanzo a remojo, cuenta que se cayó del otro barco y que se quedó allí solito, en mitad del agua. Por suerte, los niños de ahora vienen muy resabiados: los pequeños hijo putas ven televisión por un tubo, y el enano, que no tenía un pelo de tonto, adoptó por su cuenta tácticas de supervivencia, convencido, inocente criatura, de que sus papis volverían a rescatarlo, como en las películas. Y gracias a esa confianza el zagal no se dejó llevar por el pánico, se tomó la cosa con calma, cerró los ojitos, se quedó inmóvil y se puso a esperar a que sus papás llegaran antes de la palabra fin.
A todo eso, los salvadores alucinan con ojos como platos. Nadie puede creerse, de buenas a primeras, que haya familias tan irresponsables y tan gilipollas. Entonces llaman por la radio de VHF: "¿Hay por ahí unos imbéciles, por más señas navegando, a los que les falta un niño?". Y para su sorpresa, afirmativo. Y no sólo afirmativo, sino que los Trapisonda, en medio del mar y también en medio de la natural zozobra, confusión y espanto, al oír el mensaje empiezan a contar niños y ven que, en efecto, hasta ese momento no se habían dado cuenta de que les faltaba Manolito.
Parece una historia de pastel, ¿verdad? Pues no. Data de hace tres semanas en una población playera de Levante cuyo nombre no cito porque me da mucha risa, entre otras cosas porque cada fin de semana se escuchan llamadas de socorro desde un pedrusco que tienen en la bocana, donde indefectiblemente mete la quilla todo cristo. La verdadera guasa del asunto es que historias así son habituales en el litoral español. Navegar en verano o cualquier fin de semana de buen tiempo con la radio encendida y oído al parche es como asistir a un programa cómico que, a veces, bordea la tragedia: llamadas por el canal de trabajo pidiendo una paella para las dos y media, parejas a las que arrastra la corriente en patines acuáticos, familias que salen in combustible y sin tener ni puta idea del principio de Arquímedes, aglomeraciones en calas llenas de basura flotante con fondeos cruzados, abordajes, insultos y agresiones de barco a barco, capullos en fueraborda con una bandera pirata y música de bakalao a la hora de la siesta, llamadas de socorro que movilizan guardacostas o helicópteros porque un fulano sale sin mirar el aceite del motor o la gasolina.... Total: que hasta el mar lo hemos convertido en sucursal de toda la mierda de tierra adentro.
Se quejan los gerentes de los puertos deportivos y los editores de revistas especializadas de la poca afición a la náutica que hay en España, de lo espaldas al mar que se vive, y del estúpido prejuicio que hace creer a la gente que tener un barco y navegar es cuestión de dinero; cuando lo cierto es que cualquier aficionado a la pesca o a navegar puede conseguir una embarcación por lo que cuesta un veraneo en Benidorm. De cualquier modo, el interés de las revistas y los gerentes no es el mío, y yo prefiero que no se corra la voz, pues por cada nuevo marino de verdad aparecerían también tropecientos domingueros. Sería la leche que los Trapisonda proliferasen, y en vez de cincuenta por cala hubiese cinco mil, como en las playas; y desaparecieran esos solitarios fines de semana invernales en los que uno, que es un misántropo y un cabrón, puede navegar doscientas millas cruzándose, como mucho, con la vela de un solitario hermano de la costa, por lo general holandés o inglés, que son los únicos a los que de verdad encuentras cuando navegas en todo tiempo y mes del año. Porque es ahora, con toda la poca afición que se dice y se deplora, y según las épocas ya hay que irse cada vez más adentro, y más días, para poder estarse callado y en paz, leyendo mirando el mar tranquilo y acogedor, o peleándote a vida o muerte con él, con rizos en las velas y blasfemias en la boca, sin que un May day de domingueros o un tonto del culo con una ruidosa moto acuática vengan a tocarte los cojones.
17 de mayo de 1998
A todo eso, los salvadores alucinan con ojos como platos. Nadie puede creerse, de buenas a primeras, que haya familias tan irresponsables y tan gilipollas. Entonces llaman por la radio de VHF: "¿Hay por ahí unos imbéciles, por más señas navegando, a los que les falta un niño?". Y para su sorpresa, afirmativo. Y no sólo afirmativo, sino que los Trapisonda, en medio del mar y también en medio de la natural zozobra, confusión y espanto, al oír el mensaje empiezan a contar niños y ven que, en efecto, hasta ese momento no se habían dado cuenta de que les faltaba Manolito.
Parece una historia de pastel, ¿verdad? Pues no. Data de hace tres semanas en una población playera de Levante cuyo nombre no cito porque me da mucha risa, entre otras cosas porque cada fin de semana se escuchan llamadas de socorro desde un pedrusco que tienen en la bocana, donde indefectiblemente mete la quilla todo cristo. La verdadera guasa del asunto es que historias así son habituales en el litoral español. Navegar en verano o cualquier fin de semana de buen tiempo con la radio encendida y oído al parche es como asistir a un programa cómico que, a veces, bordea la tragedia: llamadas por el canal de trabajo pidiendo una paella para las dos y media, parejas a las que arrastra la corriente en patines acuáticos, familias que salen in combustible y sin tener ni puta idea del principio de Arquímedes, aglomeraciones en calas llenas de basura flotante con fondeos cruzados, abordajes, insultos y agresiones de barco a barco, capullos en fueraborda con una bandera pirata y música de bakalao a la hora de la siesta, llamadas de socorro que movilizan guardacostas o helicópteros porque un fulano sale sin mirar el aceite del motor o la gasolina.... Total: que hasta el mar lo hemos convertido en sucursal de toda la mierda de tierra adentro.
Se quejan los gerentes de los puertos deportivos y los editores de revistas especializadas de la poca afición a la náutica que hay en España, de lo espaldas al mar que se vive, y del estúpido prejuicio que hace creer a la gente que tener un barco y navegar es cuestión de dinero; cuando lo cierto es que cualquier aficionado a la pesca o a navegar puede conseguir una embarcación por lo que cuesta un veraneo en Benidorm. De cualquier modo, el interés de las revistas y los gerentes no es el mío, y yo prefiero que no se corra la voz, pues por cada nuevo marino de verdad aparecerían también tropecientos domingueros. Sería la leche que los Trapisonda proliferasen, y en vez de cincuenta por cala hubiese cinco mil, como en las playas; y desaparecieran esos solitarios fines de semana invernales en los que uno, que es un misántropo y un cabrón, puede navegar doscientas millas cruzándose, como mucho, con la vela de un solitario hermano de la costa, por lo general holandés o inglés, que son los únicos a los que de verdad encuentras cuando navegas en todo tiempo y mes del año. Porque es ahora, con toda la poca afición que se dice y se deplora, y según las épocas ya hay que irse cada vez más adentro, y más días, para poder estarse callado y en paz, leyendo mirando el mar tranquilo y acogedor, o peleándote a vida o muerte con él, con rizos en las velas y blasfemias en la boca, sin que un May day de domingueros o un tonto del culo con una ruidosa moto acuática vengan a tocarte los cojones.
17 de mayo de 1998
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